Internacionales | 8 sep 2024
El imperio contraataca
El proyecto del Comando Sur para Latinoamérica, un remedo del Plan Marshall
La generala Laura Richardson lo planteó en el Foro de Seguridad de Aspen. Incluye "más de mil actividades de formación con aliados regionales". Inflamado discurso anti comunista propio de otros tiempos.
Por: Andrés Gaudin
Puesta a jugar a la diplomacia, la guerrera Laura Richardson, ganadora de la cuarta estrella del generalato de Estados Unidos tras comandar y supervisar las matanzas perpetradas por las tropas invasoras en Afganistán (2001-2021), ahora desde su puesto de guardia en el Comando Sur del Pentágono asume un nuevo rol. Con su impulsiva presencia desplazó a los popes de la defensa, cuando el expresidente Donald Trump, en 2021, la puso al frente de ese resorte estratégico del ala militar. En este año la campaña de Richardson incluye su participación directa “en algo más de 1000 actividades de formación con nuestros aliados regionales” –un impresionante promedio de tres actos de intromisión por día– y una sucesión de visitas al Congreso en aras de lograr el mayor financiamiento de sus acciones.
Abanderada del renacer del más esquemático discurso propio de la Guerra Fría, y a falta de un enemigo de alcurnia, como lo fue la Unión Soviética, Richardson es lo más cavernario del submundo de la política y desde su sitial advierte sobre la “avasallante intromisión” de China y Rusia en América Latina. En ese giro que le dio a su investidura pregona en todos los frentes –civiles y militares, internos y externos– y hasta en los más cerrados foros orientados a la defensa, la necesidad de que EE UU aproveche el fértil terreno que le ofrecen los gobernantes aliados de la ultraderecha regional. Busca impulsar la puesta en marcha de un símil Plan Marshall, programa de ayuda económica con condicionamientos dado por la potencia a los devastados países europeos de la postguerra.
La respuesta política ofrecida por el ala militar tiene su discurso bien ordenado, aunque poco consistente al equiparar la destrucción devenida de la peor confrontación bélica de la historia con el impacto de la pandemia del Covid-19. ¿Por qué no concluir, entonces, en que lo que se busca es justificar una mayor presencia militar estadounidense en la región? Esa es la pregunta que se formulan hasta algunos analistas del Pentágono cuando repasan lo dicho por la generala ante el Foro de Seguridad de Aspen, el acontecimiento con el que el Aspen Strategy Group celebra “la principal conferencia de seguridad nacional y política exterior de EE UU”, según reza en su web. Richardson había dicho que “gobiernos y empresas no hacen nada para contrarrestar la influencia china y rusa”.
Así como en abril pasado, en Ushuaia, la jefa del Pentágono desarrolló su discurso de odio político hacia China ante los oídos embelesados de Javier Milei, y se autoplagió después en la Conferencia Sudamericana de Defensa de Chile, a fines de agosto, en Aspen centró sus preocupaciones, otra vez, en el «avance demoledor» de las inversiones de China y Rusia. «No podemos pararlos –aterrorizó a la audiencia–, cada una de sus obras puede dar un giro y ser usada para operaciones militares», advirtió. La jefa puso el ejemplo del «avance chino en el espacio digital y el montaje de redes de telecomunicaciones de gigantes como Huawei. Son empresas estatales de un país comunista, y es preocupante que accedan a informaciones sensibles y se conviertan rápidamente en aplicaciones militares».
Fue en Aspen que Richardson introdujo en su discurso las primeras referencias al Plan Marshall. Llegan a “nuestros países”, dijo refiriéndose a los países del patio trasero, y “ofrecen dinero o les piden que se unan a la Iniciativa de la Franja y la Ruta. No tenemos esas herramientas, qué podemos hacer. Necesitamos un Plan Marshall para aquí y hoy, o una ley de recuperación económica como la de la postguerra, pero ahora, en 2024/25”. Las iniciativas chinas que ponen los pelos de punta a la dirigencia occidental son de 2013 y se han erigido en pieza central de la política exterior del gobierno del presidente Xi Jinping. “Cuando llegan a un acuerdo se ponen a trabajar de inmediato –dijo–, y aunque nuestras inversiones son grandes, eso no se ve, lo que se ve son las grúas chinas por todos lados”.
Es probable que Richardson exagere cuando habla de los 1000 eventos “de formación” del año, pero lo cierto es que, desde que irrumpió en el escenario diplomático, la política de Estados Unidos en la región ya no se limita a las groseras intervenciones armadas o a las aparatosas maniobras Unitas. Los últimos ejercicios conjuntos fueron en mayo, cuando en comunión con la IV Flota estacionó en estas latitudes al portaaviones George Washington, la tercera joya nuclear de la America’s Navy, y en su tripulación incluyó a una veintena de instructores entre los que “coló” a expertos de la OTAN. En agosto fue el turno de los ejercicios Panamax, que no tocaron Panamá y fueron más de escritorio que en el mar. Se celebraron bajo el lema no escrito de que China es el mayor peligro habido y por haber.
Richardson no es afecta a los números, pero en emergencias como las actuales para EE UU, con el estratégico y costoso lastre de Ucrania e Israel, es básico manejarlos para entender de qué se trata. El Plan Marshall fue un programa de ayuda económica para la Europa de la postguerra desarrollado por el secretario de Estado, George Marshall. Fue lanzado en 1948 y distribuyó unos U$S 13.300 millones de entre 16 países, algo así como U$S 150.000 millones de actuales. Además de los condicionamientos impuestos, y que se extienden hasta la hoy dependiente Europa de la OTAN, el Plan estuvo diseñado a medida de los intereses estadounidenses: creó abundante empleo interno y generó una corriente exportadora que inundó los mercados europeos con productos necesarios e innecesarios, como ocurrió en la Argentina de Carlos Menem/Domingo Cavallo.
Si bien la política del Gran Garrote, el Big Stick de Theodore Roosevelt, fue mucho más que un enunciado y sigue gozando de buena salud, republicanos y demócratas trataron de disimular las formas. Aunque en un punto confluyen, intervenciones y diplomacia han sido llevadas con cierta cautela. Que se sepa, el Pentágono no reprendió a Richardson ni cuando expresó sus temores ante los foros civiles ni cuando formalizó sus ideas sobre un Plan Marshall en sesiones secretas de los comités de defensa, seguridad e inteligencia del Congreso. La jefa tiene quien la banque, y quien la banca es el establishment en tropel, por más que desde la academia el Quincy Institute se pregunte “por qué los militares llevan la iniciativa a la hora de plantear los grandes temas, dónde está la diplomacia”.
La camada vigente de gobernantes americanos, con fines pero sin principios, se prestó sumisamente para facilitarle los últimos logros a la jefa del Comando Sur. Fue la última semana de agosto, en Ecuador y en Chile, donde mejor se expresó el quiebre ético que, junto con la burla a la memoria, atropelló los principios básicos de la democracia. Un día fue el gobierno ecuatoriano del empresario Daniel Noboa el que se prestó al juego “diplomático” de la jefa militar. Dos días después fue el gobierno del ex dirigente estudiantil chileno Gabriel Boric.
Antes de aterrizar en Santiago para bendecir la Conferencia Sudamericana de Defensa, Richardson firmó con el jefe del ejército de Quito un convenio de adhesión a la Iniciativa de DD HH impulsada por el Comando Sur, una ironía denigrante de los herederos del Plan Cóndor. «Es un paso importante en la cooperación bilateral para la defensa que nos permitirá afianzar principios de libertad y democracia y capacitar a nuestro personal en materia de DD HH y en las bases del derecho internacional humanitario», según el general ecuatoriano Jaime Vela.
Dos días después, en Santiago, Richardson habló con sus pares americanos sobre las políticas «orientadas a enfrentar las amenazas que se ciernen sobre la región». Todo estaba acordado. El premio mayor lo obtuvo la jefa cuando, para vergüenza de las jóvenes generaciones, logró «la fotografía de la sumisión», como la definieron en las redes sociales. Posó, sonriente, junto con la ministra de Defensa, Maya Fernández Allende, hija de un diplomático cubano y nieta del presidente Salvador Allende, muerto –el miércoles harán 51 años– cuando defendía su gobierno popular. Fue víctima de un golpe de Estado promovido y financiado por el Pentágono al que hoy sirve la generala Richardson.