miércoles 04 de junio de 2025 - Edición Nº2373

Derechos Humanos | 30 may 2025

Gaza; Deber Humano.

Gaza, el genocidio que el mundo ve y calla

“Cuando la injusticia es tan atroz que se convierte en paisaje, gritar la verdad ya no es un acto político: es un deber humano.”


Por: Mauricio Herrera Kahn. Fuente:Agencia Pressenza

(Imagen de Xinhua)

Cuando la injusticia es tan atroz que se convierte en paisaje, gritar la verdad ya no es un acto político: es un deber humano.

Gaza y la aritmética del horror

En Gaza ya no se cuentan vidas, se actualizan cifras. Cincuenta mil muertos. Más de la mitad, niños y mujeres. ¿Y qué dice el mundo? Que “la situación es compleja”. Como si enterrar bebés bajo los escombros fuera un problema de análisis de datos. Cada escuela demolida es una lección de impunidad. Cada hospital reducido a polvo, un acta de defunción. ¿Qué es Gaza? Una estadística que ya no incomoda. Una morgue sin puertas. Una tragedia continua.

Gaza no necesita ser entendida: necesita ser detenida. No es un conflicto a estudiar. Es una masacre a frenar. Porque el que normaliza la muerte, firma su renuncia a la humanidad.

El genocidio transmitido en tiempo real

Nunca antes un exterminio fue tan visible. Nunca antes la muerte fue narrada con tantos ángulos de cámara. Gaza se transmite en vivo, pero el mundo actúa como si viera un documental repetido. Hay gráficos, reportajes, drones. Hay expertos opinando sobre estrategias. Pero las estrategias no son fichas: son cuerpos. Sangran. Gritan. Como morir bajo un misil.

Gaza no es una batalla. Es una ejecución pública. Y lo más obsceno es que lo llaman guerra. Como si hubiera dos ejércitos. Como si Gaza tuviera escudos, radares, una flota. Pero no. Tiene niños. Tiene madres. Tiene abuelas en sillas de ruedas. Lo que hay no es una guerra. Es una masacre con publicidad.

Palestina, la herida que no cierra

Palestina no es un conflicto. Es una herida que el mundo se niega a curar. Setenta y cinco años de promesas rotas, de conferencias que terminan como papeles viejos. Gaza es el símbolo de ese abandono. Un abandono metódico, planificado desde capitales defensoras de los derechos humanos.

Y mientras tanto, se impone la lógica del ocupante: quien resiste, es terrorista; quien sobrevive, es sospechoso. Y quien muere, es “daño colateral”. Palestina no tiene derecho a existir en paz, porque su existencia incomoda. Y eso, suficiente para castigarla. No es solo una herida: es una condena renovada a diario.

Palestina está sola frente al poder. Su historia no fue escrita en oficinas, sino que fue escrita con piedras, con llaves de casas que ya no existen, con vidas cercenadas por tanques.

Palestina es la memoria de la injusticia. Y esa memoria, aunque la bombardeen, sigue viva en cada rostro que aún se atreve a decir “aquí estoy”.

Y lo intolerable para muchos es que Palestina exista. Que siga hablando. Que siga resistiendo en el horror. Un pueblo que resiste sin aviones es una amenaza moral. Y por eso se le castiga: por lo que representa.

La infancia bajo asedio

En Gaza, ser niño es una sentencia anticipada. No hay parques, hay ruinas. No hay canciones, hay sirenas. La infancia aquí no juega: se esconde, corre, sobrevive. Y si tiene suerte, queda viva. Si no, pasa a formar parte de la contabilidad del horror. Una cifra más. Una bolsa blanca más.

Y el mundo, que se indigna si un perro es maltratado en Europa, guarda silencio cuando un niño palestino muere calcinado. ¿Dónde están los defensores de la niñez? ¿Dónde están las campañas internacionales? ¿Dónde está UNICEF? Gaza ha hecho visible la peor hipocresía: la infancia sí importa, pero no toda. Hay infancias más defendibles que otras. Y Palestina parece, que nació en el lugar equivocado.

¿Quién educará a esos niños si las escuelas son polvo? ¿Qué sueños podrán tener si solo conocen el sonido de los drones? ¿Qué recuerdos construirán si cada cumpleaños es un duelo? Gaza no está criando niños: está criando generaciones heridas, llenas de rencor y sin ningún futuro.

El silencio como complicidad

Y mientras tanto, los líderes se sientan, y negocian. Pero ningún niño puede negociar con un misil. Ningún niño puede esperar a que se resuelvan los informes. La infancia no es un tema diplomático. Es una urgencia moral. Y Gaza lo grita con cada cuerpo pequeño que ya no jugará jamás.

El silencio no es vacío. Es estrategia. Es complicidad. Decir nada cuando hay fuego es avivar las llamas. No hay neutralidad posible cuando los tanques entran a un hospital. No hay moderación legítima cuando se bombardean refugios. Gaza no necesita más silencio. Gaza necesita gritos. Gritos que nombren. Que acusen. Que impidan que este genocidio pase a la historia… y no se detuvo.

Y cuando finalmente el silencio reemplace las bombas (porque todo horror también se apaga) quedará la otra guerra: la de las memorias. ¿Quién estuvo del lado de los inocentes? ¿Quién justificó lo injustificable? ¿Quién prefirió no acusar mientras se enterraban niños?

La historia ya no tendrá que buscar culpables. Estarán todos en acta: los líderes que calcularon, los medios que callaron y las potencias que durmieron. Y Gaza ya no será un conflicto. Será una vergüenza mundial: un crimen contra la humanidad

Las bombas también matan la memoria

Destruir la historia, la cultura, la identidad, eso requiere algo más que destruir casas y hospitales, algo más profundo: una voluntad de desaparición. Gaza no solo sangra, está siendo borrada. Bombas sobre archivos, misiles sobre escuelas, fuego sobre mezquitas y centros de memoria.

Israel no quiere solo tierra. Quiere silencio. Un silencio donde nadie recuerde que allí vivió un pueblo con nombre, lengua, poesía, genealogía. Si no hay museos, no hay historia. Si no hay fotos, no hay pasado. Si no hay nombres, no hay duelo. ¿Y si no hay duelo? Entonces no hay crimen. Es eficiencia.

Esto no es limpieza étnica. Es un intento de convertir a Gaza en un agujero negro de la memoria. ¿Quién contará lo que pasó si todos los libros están quemados? La desaparición comienza por la cultura. Las bombas, hoy, apuntan al alma.

El derecho internacional está en ruinas

Gaza no necesita declaraciones. Gaza necesita acción. Declaraciones de la Convención del Genocidio, la Declaración Universal de Derechos Humanos, las resoluciones del Consejo de Seguridad… todo sirve, excepto para salvar una sola vida en Gaza.

El derecho internacional ha muerto, no en un campo de batalla, sino en las firmas sin cumplir. Y mientras tanto, la ley se vuelve papel mojado. Gaza es hoy la tumba del mundo, la fosa común del derecho moderno. Y lo más cruel: nadie parece conmovido.

Cuando se escriba la historia de este tiempo, no será solo Gaza la condenada. Será el sistema legal internacional, convertido en una liturgia inútil. Gaza no necesita más discursos. Necesita justicia, que no llega

Israel, el verdugo de su propia historia

Es imposible mirar lo que hace hoy Israel sin recordar lo que vivió su pueblo en los guetos de Varsovia.

Israel, nación nacida del horror, repite ahora los patrones de sus propios opresores. No hay cámaras de gas en Gaza, pero sí zonas cerradas, sin agua ni electricidad, bombardeadas día y noche.

No hay campos de trabajo, pero sí una prisión a cielo abierto donde se tortura con hambre, con miedo y con fuego.

Israel, que sufrió la industria del exterminio, ha perfeccionado ahora su versión moderna: con drones, con tanques, con aval internacional.

El pueblo que pidió justicia, ahora siembra castigo. El país que nació para sobrevivir, hoy se deshonra como potencia de muerte.

Fue el pueblo judío el que conoció la degradación absoluta del ser humano. Conoció los trenes hacia la muerte, los hornos, las duchas envenenadas, las marcas en la piel, el número que reemplaza el nombre.

Fue el pueblo judío el que vio cómo la humanidad se deshacía en humo sobre Auschwitz, Treblinka o Sobibor. Fue ese mismo pueblo el que imploró al mundo recordar: recordar para no repetir.

Pero hoy, en Gaza, las alambradas se han vuelto fronteras de cemento; los ghettos son barrios enteros rodeados por muros; los muertos no son europeos, son árabes . Y ahora la maquinaria de muerte no necesita hornos: basta con bloquear alimento, impedir medicinas, negar agua, cortar electricidad. La tecnología cambió, pero el resultado es el mismo: exterminio planificado.

Quien conoció el horror no puede jamás volverse verdugo. El sionismo militarizado ha convertido la memoria en una coartada y el Holocausto en un pretexto para la impunidad.

Israel no honra a sus víctimas bombardeando civiles. No preserva su dignidad bloqueando niños. No enaltece su historia convirtiéndose en lo que juró combatir. Y si aún queda decencia en su memoria, debe detenerse. Porque hoy no solo está exterminando a Palestina. Está profanando la tumba de sus propios mártires.

¿Y cual es la estrategia de exterminio de Israel sobre Gaza?

La historia no se repite, pero a veces se disfraza de ironía. Los nazis querían exterminar a los judíos porque no eran parte de su ideal de pureza aria. Hoy, Israel persigue a los palestinos con la misma lógica siniestra: no los considera parte de su proyecto nacional, no los ve como iguales, no los tolera como ciudadanos. Para los nazis, los judíos eran una amenaza étnica. Para el Estado israelí, los palestinos son un obstáculo demográfico. Ayer fueron los hornos; hoy son los drones, las bombas y los cercos de hierro.

Cuando un judío del gueto de Varsovia alzaba un arma contra un nazi, la respuesta era la destrucción total del barrio, del edificio, de la familia. No importaba si eran culpables o no. Todos eran castigados.

Hoy, si una persona dispara de Gaza o si dispara un cohete artesanal, la represalia es la demolición de una ciudad entera. ¿No es acaso el mismo patrón? Los muertos en Gaza no son militares, no son soldados: son mujeres, niños, estudiantes, enfermeros. Son el pueblo entero, masacrado como represalia colectiva, como en los guetos.

Israel no está persiguiendo a combatientes. Está persiguiendo una identidad. Lo hace con precisión quirúrgica: corta el agua, bombardea los hospitales, destruye escuelas, impide la entrada de ayuda humanitaria, expulsa a los vivos y sepulta a los muertos.

No es una operación militar: es una política de tierra arrasada. La misma que se usó en Varsovia, en Lidice, en Oradour. Hoy, aplicada en Gaza con la arrogancia de quien se siente intocable.

Es esa la paradoja más cruel de nuestra era: el pueblo que sufrió el horror absoluto ahora lo reproduce. No con cámaras de gas, sino con misiles inteligentes. No con campos de concentración, sino con muros, bloqueos y demolición total. Y a nombre de su seguridad. Pero la seguridad que aniquila al otro, no es defensa: es exterminio. Y el mundo calla.

Fuerzas militares: Israel y Palestina

Israel cuenta con una de las fuerzas armadas más poderosas del mundo. Su ejército activo tiene aproximadamente 170.000 efectivos y cerca de 465.000 reservistas. Posee más de 600 aviones de combate, 2.200 tanques, tecnología de inteligencia de última generación, un sistema de defensa antimisiles (Cúpula de Hierro), drones de ataque, misiles de largo alcance y submarinos con capacidad nuclear. Además, recibe un apoyo militar anual de más de 3.800 millones de dólares desde Estados Unidos.

Palestina, por su parte, no posee un ejército formal. La defensa de Gaza se limita a las milicias de Hamás y otras facciones armadas, con un número estimado de 30.000 combatientes. Sus recursos consisten principalmente en cohetes de fabricación casera, armas ligeras y túneles de defensa rudimentarios. Cisjordania ni siquiera tiene una fuerza militar: sus fuerzas de seguridad están subordinadas al control israelí y coordinadas bajo estricta supervisión internacional.

Esta no es una guerra: es una masacre unilateral. Israel tiene satélites, bombas de precisión, tanques y apoyo global. Palestina tiene piedras, cohetes artesanales y la carne viva de su pueblo. La diferencia no es táctica ni geopolítica: es moral.

No hay simetría posible cuando un Estado arrasa a un pueblo que apenas puede enterrarse a sí mismo.

Esto es lo que el mundo está permitiendo: una tragedia con superioridad total, legitimada por el silencio.

Trump y el deber de detener el horror

Hoy, solo un verdadero liderazgo global puede frenar la masacre. Y guste o no, solo Donald Trump, como figura mundial, tiene el poder político, la influencia y la convicción de forzar el alto al fuego.

Estados Unidos, que una vez salvó al mundo del nazismo, tiene en sus manos la posibilidad de evitar que Gaza se transforme en el símbolo final del colapso moral del siglo XXI.

Europa, que conoce bien el horror de los campos de exterminio. Rusia, que entregó 20 millones de vidas en la lucha contra el fascismo. China, que conoce el precio del silencio. Todos ellos deben decir “basta”.

Pero la voz que puede imponerse al caos sigue siendo la de Washington.

No se trata de ideología: es la única figura con peso real sobre Israel que le puede decir Stop. Y la historia no perdona la omisión cuando hay vidas humanas de por medio. Trump puede hacerlo. Debe hacerlo. Y debe hacerlo ahora, ya.

Porque cada día que pasa en Gaza es una sentencia de muerte para ancianos, mujeres y niños. Si alguna vez se necesitó grandeza, es ahora. Si alguna vez se necesitó valentía, es hoy. Los muertos ya no pueden esperar. Y el liderazgo verdadero no calcula el costo: detiene el crimen.

Gaza necesita que sus hijos vivan, que sus jóvenes no queden lisiados, que sus madres puedan abrazar sin miedo y que sus ancianos mueran de viejos, no bajo escombros. Porque ningún pueblo merece vivir bajo tierra y ninguna infancia merece crecer sin cielo.

Y cada día que pasa sin decisión es una tumba más en la tierra y una herida más en la conciencia del mundo.

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