

Por: Samir Saul - Michel Seymour. Fuente: Agencia Pressenza
(Imagen de Swapnil Sharma | https://www.pexels.com/fr-fr/photo/noir-et-blanc-sombre-silhouette-brumeux-6064637/)
¿Es posible hacer un retrato del paisaje ideológico occidental? No podemos permanecer indiferentes ante la algarabía que rodea a ciertas batallas «culturales» o “civilizatorias”, los gritos de alarma que se lanzan contra las actividades tortuosas y dañinas de enemigos reales o imaginarios, los angustiosos llamamientos a defender nuestros sacrosantos «valores».
Mientras el ruido de las botas se oye en todo el mundo, mientras las economías se tambalean, mientras las condiciones de vida se deterioran, mientras la masacre de un pueblo tiene lugar en Palestina a la vista de todo el mundo, el espacio mental está prácticamente monopolizado por esquemas que ocupan el lugar de una cuadrícula explicativa de la realidad. Las categorías están predefinidas para todos, las etiquetas ya hechas, los eslóganes bien afinados. Se supone que todo se entiende poniéndose del lado de los buenos y comportándose en consecuencia. Las posiciones que adoptamos son previsibles, estereotipadas y dictadas. Y damos vueltas en círculos, las emociones, los afectos y el oprobio han expulsado a la reflexión.
Divisiones y divisiones
Las divisiones no son nada nuevo. Todas las épocas las han conocido. Lo que diferencia a la nuestra (en el mal sentido) es el carácter artificial, superficial y surrealista de ciertos debates. Estamos inmersos en una atmósfera etérea en la que los temas no son más que imágenes refractadas de lo que cubren, en la que las ideas sólo aparecen como juegos de sombras, en la que los ánimos se caldean por fórmulas las más de las veces huecas, en la que el ostracismo se basa en abstracciones consideradas constitutivas de nuestro ser. El marxismo describió en su día este estado como falsa conciencia. En la Edad Media, teólogos doctrinarios y clérigos eruditos discutían encarnizadamente sobre temas tan relevantes como los ángeles y los querubines. Sin embargo, no deberíamos burlarnos demasiado de ellos, porque el escolasticismo de nuestro tiempo, aunque más secular, no es menos absurdo.
Hace apenas medio siglo reinaba una atmósfera ideológica, intelectual, política y económica diferente. Era mucho más estimulante, sustancial y claro que el triste embrollo, una especie de mal teatro kabuki, en el que nos sumergimos hoy. Capitalismo y socialismo se enfrentaron abiertamente, cada uno articulando su proyecto de futuro, exhibiendo sus logros, teniendo en cuenta todos los componentes de la sociedad, tangibles, verificables y susceptibles de ser confirmados o invalidados. No faltaba la propaganda, pero la de un bando podía ser contrarrestada por la del otro. Sabemos que esta época terminó con la victoria por defecto (¿temporal o definitiva?) del capitalismo. No es que el capitalismo estuviera en buena forma, pero el socialismo estaba en peor forma e implosionó, dejando a sus partidarios desconcertados y sin palabras. La transformación del paisaje llevó a la desaparición del uso común de los propios conceptos de socialismo y capitalismo, el primero por falta de usuarios, el segundo por la necesidad de mantener en secreto palabras que ofenden y pueden provocar reacciones negativas. El capitalismo recibe los nombres más suaves de «economía de mercado», «democracia liberal» y «globalización».
Un empobrecimiento del pensamiento
Desde los años ochenta, el capitalismo, se disfrace como se disfrace, se ha convertido en el campo de pensamiento por excelencia. La transformación de la sociedad ya no está de actualidad, ni siquiera es concebible. Los cambios, si es que eran posibles, se inscribían en el capitalismo y adoptaban formas puramente societales, esencialistas o morales. En este periodo surge un enfoque que se centra exclusivamente en las cuestiones de identidad de las minorías en lugar de la nación y la clase social. La sociedad se segmentó, pasando de un todo más o menos coherente a un mosaico que reunía lo mejor que podía a entidades dispares. El universalismo está en decadencia, dando paso a un repliegue defensivo o reivindicativo. Por supuesto, no podemos combatir este falso «choque de civilizaciones» ignorándolo, pues, al contrario, debemos contrarrestar estas divisiones y promover una política de reconocimiento mutuo. Sin embargo, no hay que permitir que la comprensión de las estructuras sociales, del funcionamiento de las economías, de los mecanismos de homogeneización ideológica y de las relaciones internacionales de poder se desvanezca y sea sustituida por un magma de impresiones, creencias e ilusiones.
Debilitada porque ya no tiene un proyecto global, muda porque carece de instrumentos teóricos operativos, la izquierda socialista ya no aporta análisis pertinentes. Como sustituto, una parte de la izquierda está emigrando hacia cuestiones sociales fragmentadas. Algunos se preocupan exclusivamente por la identidad, mientras que otros defienden el medio ambiente. Este «progresismo» lucha contra el racismo y el sexismo según imperativos de justicia que con demasiada frecuencia ignoran consideraciones de justicia distributiva. Aunque son causas nobles, el racismo, el sexismo y el medio ambiente se tratan de forma aislada, eludiendo el desafío al capitalismo. Sin embargo, como ha demostrado Nancy Fraser, cualquier teoría de la justicia debe ocuparse no sólo del reconocimiento y la representación política, sino también de la justicia distributiva. (Nancy Fraser, «Reframing Justice in a Globalizing World», New Left Review, Vol. 36, 2005, p. 69-88). En una línea similar, Aurélie Trouvé, de La France Insoumise, también subrayó la importancia de proponer una izquierda abierta no sólo al verde de los ecologistas, al amarillo de los Gilets jaunes y a los diversos colores de los grupos identitarios, sino también al rojo de la clase obrera. (Aurélie Trouvé, Le Bloc Arc-en-ciel, París, La Découverte, 2021). Por último, esta es también la opinión de Chantal Mouffe, líder del populismo de izquierdas y preocupada por la construcción nacional a través del reconocimiento de todos sus componentes. (Chantal Mouffe e Íñigo Errejón, Construire un peuple, Cerf, 2017)
Apropiaciones culturales artificiales
En cuanto a los guardianes neoliberales/neoconservadores del orden capitalista, se pavonean y se cuidan de no llamar la atención sobre el sistema. Todo es posible para desviar la atención. Cualquier cosa para desviar la atención. Como la mayoría de las reivindicaciones de la izquierda postsocialista no son susceptibles de cuestionar el capitalismo, las clases dominantes no dudan en robarle ideas, porque a las organizaciones les beneficia inyectarse antídotos. La «corrección política» y su vocabulario forman parte de la corriente dominante desde hace mucho tiempo. En términos más generales, la forma de pensar, basada en la fabricación de representaciones, percepciones e «imágenes», está tomada del posmodernismo, originalmente un producto de los intelectuales de izquierdas y ahora adoptada por quienes ostentan el poder. En segundo lugar, el movimiento LGBTQ+, que es fundamentalmente un movimiento de protesta, ha sido cooptado y normalizado, hasta el punto de que se ha convertido en una palanca de la política exterior occidental hacia las sociedades que pretenden desestabilizar. Esta causa, por justa que sea, se convierte en un arma con fines imperialistas. El EDI (Equidad, Diversidad, Inclusión) también ha sido instrumentalizado para convertirse en una política oficial del Estado, las instituciones y las empresas. El peyorativamente llamado «wokismo», que en un principio era disidente porque implicaba una apertura a diversas cuestiones y la perspectiva de un reconocimiento mutuo, se convirtió, en cuanto se lo apropió el neoliberalismo, en uno de los componentes importantes de una ideología dominante saneadora, así como en una herramienta de división y discordia. Las pocas medidas auténticamente progresistas aplicadas por los neoliberales/neoconservadores han sido desmanteladas sin piedad allí donde los populistas de derechas han asumido posiciones de autoridad.
Una situación malsana
Podemos ver los campos ideológicos en funcionamiento en nuestro tiempo. La izquierda está confinada a los márgenes, tanto por sus adversarios como por sus carencias. El campo neoliberal lleva la voz cantante. Sus medios de comunicación y otros órganos de difusión están en permanente actividad, haciendo inaudible cualquier otra voz y sermoneando una doxa constantemente actualizada. El objetivo no es nada sutil: imponer el conformismo, prohibir cualquier planteamiento mínimamente crítico. Grupos enteros de la población son amordazados a simple petición de alguien que se declara ofendido, indispuesto o amenazado, o incluso criminalizado si su punto de vista molesta a los que detentan el poder. El aire está impregnado de un pensamiento único compuesto de «historias» y «relatos» que no guardan ninguna relación con la realidad. El lenguaje, dulce y manipulador, es el de la «comunicación» y las relaciones públicas, inspirado en la publicidad comercial y el marketing político. La demagogia, la autocomplacencia por la virtud (ostentosa) y la moralidad (selectiva) de las «democracias» fluyen libremente. En cada oportunidad se lanzan burlas irrelevantes y sermones pontificadores a los países extranjeros culpables de no seguir los pasos de Occidente.
Lo lamentable del neoliberalismo es que, a pesar de todos los esfuerzos por disimularlo y de todos los espectáculos de luz y sonido, la fantasía que crea acaba chocando con la tozuda realidad. La crisis económica de 2008, en particular, asestó un golpe terrible que hizo añicos las tranquilizadoras fábulas del mundo feliz. La tan cacareada globalización resultó desastrosa. Millones de personas han visto caer en picado su nivel de vida y oscurecerse sus perspectivas de futuro. En el pasado, la izquierda canalizaba el descontento hacia objetivos económicos y políticos concretos. Hoy, la izquierda está «en otra parte», aunque las condiciones deberían haberle proporcionado una amplia audiencia. Su ausencia allana el camino a la derecha indisimulada. Como un movimiento fuerte no puede permanecer sin dirección, es la derecha la que ha tomado el mando.
Esto explica el auge de los populismos de derechas (autodenominados nacionalistas o soberanistas) en Occidente y su papel como los más destacados opositores al orden establecido. Ocupan un espacio dejado vacante por la izquierda antinacionalista. Sacan a la luz los defectos y disfunciones socioeconómicas que el pensamiento oficial oculta, pero, al no tener ni soluciones ni programas dignos de ese nombre, juegan la carta de identidad de una mayoría cansada del «minoría-centrismo» y se apoyan en una vieja base xenófoba que atribuye todos los problemas a los inmigrantes o a cualquier grupo. Sin asidero en la realidad y sin análisis serio, su mensaje se reduce a la exasperación de una parte de la población penalizada por la evolución normal del capitalismo hacia el tamaño y la multinacionalización. Esta derecha no comprende el sistema capitalista y no lo cuestiona, sin duda porque cuenta entre sus filas con empresarios. Confundiendo la sombra con la presa, se pronuncia contra los síntomas e ignora sus causas. Reaccionando ante la soberana arrogancia y el apaleamiento ideológico de los gobernantes, recurre a los «hechos alternativos», lo que la expone a las burlas de quienes la tachan de «teoría de la conspiración» y denuncian su «conspiracionismo».
Conclusión
A los neoliberales/neoconservadores les gusta presentar a la «extrema derecha» como su única oposición, con la esperanza de que el efecto repulsivo consolide a su electorado tras ellos. Como ambos bandos ignoran las causas profundas, las mezquinas batallas políticas aparecen entonces como épicas batallas por los «valores», en las que los neoliberales/neoconservadores hacen su agosto erigiéndose en defensores de la virtud. Esta falsa polarización es rentable. Es una técnica de construcción de un universo político binario centro-derecha/derecha que se utiliza en Francia desde la presidencia de François Mitterrand. El hecho es que no se descarta estrechar lazos con los neoliberales/neoconservadores y, llegado el caso, que estos últimos tomen prestado su repertorio xenófobo de los etnonacionalistas, en particular para ganarles electores.
Este es el sombrío panorama político al que se enfrentan las poblaciones de los países occidentales. El bloqueo es total y la desafección generalizada. Se deben principalmente a la decadencia de la izquierda, y sólo se superarán cuando ésta haya recuperado el rumbo, es decir, cuando haya abordado de frente las disfunciones económicas, sociales y políticas, elaborado análisis convincentes y esbozado un proyecto social innovador que proponer a la colectividad. Las condiciones están dadas.