

Por: Claudia Aranda. Fuente: Agencia Pressenza
(Imagen de Prensa Latina)
Rodeados de las montañas canadienses, los líderes del G7 intentan, una vez más, hacer equilibrio en la cuerda floja de un mundo en crisis: el conflicto Israel-Irán escalando sin freno, la guerra en Ucrania convertida en paisaje crónico y la sombra persistente del colapso climático. Pero hay un actor que eclipsa los consensos y desafina en toda sinfonía diplomática: Donald J. Trump.
Sí, está aquí. En Canadá. Un país que históricamente ha sido símbolo de prudencia, multilateralismo y sensatez, y que ahora se ve forzado a recibir al presidente estadounidense como parte de las reglas no escritas del poder global. Trump no sólo llegó: aterrizó con todo el estruendo de sus discursos autopromocionales, revisionistas y, por qué no decirlo, peligrosamente delirantes.
El efecto disruptivo
Mientras los líderes de Francia, Alemania, Japón y Canadá intentan avanzar con acuerdos sobre inteligencia artificial, comercio y seguridad internacional, Trump actúa como si estuviera en un mitin electoral en Ohio. El presidente estadounidense se negó a firmar un comunicado conjunto, lo que obligó a los organizadores a emitir declaraciones temáticas separadas, para evitar el bochorno diplomático de una firma ausente. Esto, en sí mismo, ya dice más que mil discursos sobre el estado actual del G7.
Sus afirmaciones van desde sugerencias irónicas sobre la anexión de Canadá como el “estado número 51”, hasta una autoatribución surrealista de paz mundial: según él, detuvo guerras en Serbia, el Nilo y Cachemira “con comercio e inteligencia emocional”.
Y aunque parezca ficción, no lo dice en broma. Lo cree. Y ese delirio estratégico —unilateral, ajeno a la complejidad del orden internacional— es justamente lo que hace de su presencia un factor de inestabilidad constante.
Trump como amenaza sistémica
Trump representa el trumpismo sin correa, ese fenómeno que combina narcisismo político, negación del multilateralismo y una narrativa de “yo contra el mundo” que choca con el espíritu mismo del G7.
En esta edición, su presencia forzó una reconfiguración del formato diplomático, con la inédita decisión de publicar comunicados separados. Pero no fue sólo una cuestión técnica: fue un síntoma de algo más profundo. Trump no es simplemente un actor disonante. Es un vértice de presión permanente sobre los consensos de la posguerra.
Y, por si faltara claridad, Trump no es exactamente “anti OTAN”. Su relación con la alianza atlántica es más parecida a la de un patrón mafioso: exige lealtad total, dinero por adelantado y silencio obediente ante cada una de sus campañas, por más delirantes que sean. Mientras los países miembros “no paguen lo que deben” —según su visión— y no lo sigan sin chistar, Trump continuará fustigando la organización que históricamente dijo garantizar la defensa colectiva de Occidente, lo cual también es cuestionable. Porque ¿quiénes defienden de Trump, sus delirios, sus amenazas y agresiones, a Occidente y Oriente juntos? El tipo ha pateado el tablero de juego y ha desvirtuado el orden legal internacional hasta hacer sangrar al mundo, en el poco tiempo que lleva en la presidencia.
Canadá como anfitrión forzado
La cumbre fue organizada en el bucólico aislamiento de Kananaskis para evitar protestas y ataques, pero ni la geografía pudo aislar el virus político que Trump representa para el orden internacional. Su retórica obligó a que los líderes europeos y Japón buscaran espacios de diálogo paralelo, prácticamente evitando incluir a Washington… o más bien, evitando a Trump.
La prensa canadiense ha documentado una atmósfera tensa, con fuerte despliegue de seguridad y un ánimo general de contención más que de colaboración.
Y aquí es donde un dato crucial adquiere peso histórico: el G7 de 2025 ha sido uno de los pocos donde no se logró articular una declaración conjunta. ¿La razón? La negativa frontal de Trump a aceptar consensos que no lo pongan en el centro de la escena. Este gesto simbólico refleja una erosión clara del principio multilateral. Y lo hizo aquí. En suelo canadiense. Justo cuando su figura política ha quedado en jaque, tras el estruendoso fracaso de su desfile militar del día anterior y la histórica marcha nacional en su contra, con millones de personas movilizadas a lo largo y ancho del territorio estadounidense.
Ese contraste —entre el líder atrincherado y el pueblo en marcha— no pasó desapercibido en la cumbre. La sombra de esa revuelta democrática se proyectó sobre cada foto oficial, cada discurso, cada evasiva diplomática.
Un reflejo de la decadencia occidental
Más allá de las anécdotas, Trump en el G7 refleja la incapacidad del Occidente neoliberal para ofrecer liderazgo creíble en tiempos de transformación global. Su sola presencia en la cumbre es la demostración de que el sistema político estadounidense es vulnerable no sólo a la desinformación, sino también a la reincidencia en figuras que erosionan sus propias instituciones desde dentro.
Trump no está solo. Lo acompañan millones de votantes y un aparato mediático que lo presenta como el salvador de una nación, cuando en realidad funciona como catalizador de su fragmentación interna y su descrédito externo.
Trump está en Canadá, sí. Pero el verdadero problema no es que esté físicamente en Kananaskis. El verdadero problema es que nunca se fue del centro del escenario mundial. Aunque muchos líderes intenten ignorarlo, su sombra condiciona todo. El G7 ya no es un foro de consensos, sino una sala de crisis con un elefante (naranja) en el centro.
Canadá lo soporta con cortesía diplomática. El mundo, con creciente desesperación.