“No descarto la posibilidad de eliminar al líder supremo de Irán, ayatolá Alí Jamenei, pues eso no escalará el conflicto, sino que lo terminará”, declaró el primer ministro de Israel, Benjamin Netanyahu, en una entrevista emitida por ABC News. Detrás de esta afirmación no hay ambigüedad: es una amenaza de asesinato público contra un jefe de Estado extranjero, lanzada con total impunidad y con pretensión de legitimidad.
Este tipo de declaraciones no sólo son impropias de un líder de Estado democrático, sino que constituyen una violación flagrante del derecho internacional. Afirmar en horario estelar que se está considerando el asesinato de un líder extranjero como “una opción estratégica” marca una deriva preocupante en la política exterior contemporánea. Netanyahu no solo propone una violación de la soberanía iraní, sino que redefine el uso de la fuerza como si se tratara de un gesto profiláctico. Que esta amenaza no haya sido condenada de inmediato por las grandes potencias, y que se analice en algunos medios como una “jugada geopolítica”, pone en evidencia el nivel de descomposición normativa que sufre el orden internacional.
Las normas vigentes son claras. La Carta de las Naciones Unidas, en su artículo 2.4, prohíbe explícitamente el uso de la fuerza contra la integridad o independencia política de cualquier Estado. El artículo 51 establece que sólo se puede invocar el derecho a la defensa propia en caso de haber sido objeto de un ataque armado, lo que no se aplica en este caso.
Además, las reglas del Derecho Internacional Humanitario y los Convenios de Ginebra establecen la prohibición de ataques dirigidos contra personas protegidas, incluidos los altos funcionarios civiles. La amenaza de asesinato, aún si no se ejecuta, ya constituye en sí misma un acto hostil y condenable, pasible de ser juzgado como un crimen internacional.
La narrativa israelí, sin embargo, busca legitimarse bajo la idea de una amenaza constante por parte de Irán. Pero los hechos demuestran otra cosa. Fue Israel quien inició esta última ronda de hostilidades, el pasado 13 de junio, con una operación militar de gran escala denominada “Rising Lion”, que incluyó bombardeos a instalaciones nucleares, cuarteles de la Guardia Revolucionaria, centros de mando y viviendas de altos mandos iraníes. En esos ataques murieron científicos y oficiales de alto rango. Irán, por su parte, respondió dos días después con misiles y drones de mediano alcance, invocando el artículo 51 como legítima defensa. Sin embargo, la cobertura hegemónica de medios y gobiernos occidentales invierte esa secuencia fáctica y presenta a Israel como víctima de una agresión espontánea.
La postura del G7 contribuye a esta distorsión. En el borrador de su declaración final, difundido por Reuters el 16 de junio, los líderes del grupo afirman: “Israel tiene derecho a defenderse”, sin hacer mención alguna a los ataques iniciales ni a las víctimas iraníes. La omisión no es neutra. Es una declaración política que respalda una narrativa unilateral y funcional a los intereses de una potencia regional en expansión. La cancillería alemana y el Foreign Office británico reiteraron esa misma posición en intervenciones públicas el mismo día, sin matices, sin contexto, sin derecho a réplica.
En este clima, donde el relato oficial se impone con rudeza, los conceptos pierden su anclaje original. Se habla de defensa cuando se trata de ataque. Se presenta una amenaza de asesinato como una contribución a la paz. Y se exige al mundo que lo acepte, sin matices ni preguntas. La manipulación es tan frontal que ya ni siquiera se molesta en disimular. Puede ser que, efectivamente, ya no importe la opinión pública internacional. O peor aún, puede ser que se haya decidido tratar a esa opinión pública como si fuera irrelevante, maleable, prescindible.
Detrás de esta operación de desinformación no hay únicamente geopolítica: hay una voluntad de instaurar un nuevo paradigma. Uno donde el derecho no se aplica si molesta, donde la guerra preventiva se naturaliza, donde la violencia se convierte en argumento y donde los Estados poderosos actúan como si fueran inmunes. Este modelo no se impone sólo con armas. Se impone también con relatos cuidadosamente construidos, con silencios estratégicos, con el uso orquestado de los organismos multilaterales. No es accidental. Es un diseño.
La frase tantas veces atribuida a Julian Assange —aunque no puede encontrarse textualmente en sus textos— sigue siendo pertinente como síntesis de este fenómeno: los monstruos aparecen en el claro oscuro de nuestras disputas, cuando la luz es controlada por quienes dictan el relato. La sombra no es solo la falta de información: es la deliberada administración del silencio. Es la edición quirúrgica de los hechos, el recorte de contexto, el vaciamiento de las palabras. En esa penumbra, los crímenes se vuelven razonables, y las víctimas se convierten en amenazas.
Si se acepta, sin consecuencia ni réplica, que un primer ministro pueda anunciar públicamente el asesinato de otro líder y que eso sea presentado como “una vía hacia la paz”, entonces lo que se está poniendo en juego no es solo la vida de una persona. Es la validez misma del sistema internacional. Es el umbral que separa la civilización de la barbarie. Y ese umbral, hoy, está siendo cruzado, en el claroscuro de donde emergen los monstruos.