

Por: Claudia Aranda. Fuente: Agencia Pressenza
(Imagen de Claudia Aranda)
La estabilidad global no es un accidente, sino el resultado precario de una estructura jurídica internacional forjada tras dos guerras mundiales, cuyo propósito elemental es la prevención del conflicto y la protección de la soberanía estatal y los derechos humanos. Esta estructura, cimentada en la Carta de las Naciones Unidas, depende fundamentalmente de la legitimidad y la coherencia en su aplicación.
Sin embargo, el reciente debate sobre la confrontación entre Estados Unidos, Israel e Irán expone de manera cruda cómo la erosión de estos pilares gemelos amenaza con desbaratar el orden mundial, empujándonos peligrosamente al abismo de la barbarie.
El discurso de la amenaza y el doble rasero
El relato de la «amenaza iraní» se ha consolidado en el discurso occidental, a menudo liderado por figuras como el Presidente Donald Trump y el primer ministro israelí Benjamin Netanyahu. Las recientes declaraciones de Trump, sopesando un ataque a Irán y exigiendo una «rendición incondicional», o su retórica descaradamente belicista sobre el «Líder Supremo» de Irán, demuestran un desprecio alarmante por la diplomacia y el derecho internacional. Esta postura, que roza la amenaza ilegal del uso de la fuerza y la injerencia en asuntos internos, no busca matices ni soluciones pacíficas; busca, en cambio, la subversión de un régimen percibido como enemigo.
La justificación de esta beligerancia a menudo se asienta en la acusación de que Irán es un «régimen terrorista» que actúa tanto dentro como fuera de sus fronteras. Es innegable que Irán ha apoyado a grupos como Hezbolá y Hamás, y ha sido acusado de ataques a intereses extranjeros, como los atentados en Buenos Aires o los ataques a buques en el Estrecho de Ormuz, así como el respaldo a los hutíes en Yemen.
Estas acciones podrían considerarse condenables desde ciertas perspectivas, pero la geopolítica no es un asunto de blanco o negro. La complejidad de los conflictos y las alianzas lleva a que las naciones a menudo apoyen a grupos o países que consideran injustamente agraviados o aliados, tal como lo hacen todas las potencias del mundo. ¿Acaso el pueblo palestino no tiene el derecho a levantarse contra el opresor, tal como lo dictan los principios de la propia Carta de Derechos Humanos de la ONU sobre la resistencia frente a la tiranía y la opresión?
Sin embargo, la coherencia de esta condena se desintegra cuando se aplica un doble rasero flagrante. Mientras Irán ha sido objeto de sanciones draconianas y una vigilancia nuclear exhaustiva por su programa de enriquecimiento (que, hasta su reciente escalada, operaba bajo el marco del Plan de Acción Integral Conjunto, JCPOA, y la supervisión de la Agencia Internacional de Energía Atómica, OIEA), Israel mantiene un arsenal nuclear no declarado y no supervisado por ninguna autoridad internacional.
Esta impunidad nuclear de Israel, un país que ocupa territorios ajenos, ha llevado a cabo ataques preventivos en naciones soberanas y que actualmente enfrenta acusaciones de genocidio en Gaza, es una bofetada a la no proliferación y a la igualdad ante la ley internacional.
Su líder, Benjamin Netanyahu, está siendo investigado por la Corte Internacional de Justicia bajo acusaciones criminales y requerido por la Interpol con orden de captura. ¿Cómo puede el mundo exigir la transparencia y el desarme a unos mientras permite la opacidad y la acumulación a otros? La hipocresía es el veneno que mata la legitimidad. Este Estado sionista, genocida y violador de todos los derechos humanos, representa una contradicción insoportable para cualquier pretensión de justicia global.
No obstante, al igual que con cualquier otra nación (excepto Israel en su actual encarnación sionista y genocida), la soberanía de Irán y el derecho a la libre determinación de su pueblo deben ser respetados.
Intervencionismo, desprecio por la vida humana y la actitud del matón
La historia de las grandes potencias, especialmente Estados Unidos, está salpicada de intervenciones militares y políticas en asuntos internos de naciones soberanas. Por ejemplo, en 1973, el golpe de Estado contra el gobierno constitucional del presidente Salvador Allende en Chile, con el financiamiento y apoyo encubierto de Estados Unidos, dejó un legado de terror, muerte y «detenidos desaparecidos», una herida aún abierta. Esta operación de cambio de régimen fue una violación flagrante de la soberanía y los derechos humanos. Así como la invasión de Irak en 2003, bajo el pretexto de «armas de destrucción masiva» que nunca existieron, dejó un país devastado, cientos de miles de muertos y una región sumida en el caos. Los líderes de aquella era, y los actuales, muestran un preocupante desprecio por las consecuencias humanas de sus decisiones, viendo a las poblaciones civiles no como vidas valiosas, sino como daños colaterales tolerables en la búsqueda de objetivos geopolíticos.
El matonaje del Presidente Trump y del Primer Ministro Netanyahu, con su retórica de «rendición incondicional» y su aparente desinterés por el sufrimiento humano si no sirve a sus intereses, es un reflejo de esta brutal indiferencia. La actitud burda, egocéntrica e ignorante de quien ostenta el Gran Poder es un factor desestabilizador de todo el sistema. El propio Donald Trump, en la praxis, se salta las normas de su propio país y actualmente está siendo cuestionado por ello. Además, con su guerra de aranceles y la transgresión a los acuerdos, tratados y normativa internacional del comercio, ha sumido a muchas poblaciones en la angustia económica. Su conducta de «matón del barrio» es un factor desestabilizador sistémico, y el apoyo o la omisión por parte de los miembros del G7 no hacen más que perpetuar esta dinámica, en lugar de frenarla.
Las declaraciones que apuntan al cambio de régimen en Irán y, por inferencia, a la eliminación de su liderazgo, no solo son irresponsables; son una abierta invitación a la ilegalidad. El derecho internacional prohíbe el uso de la fuerza contra la integridad territorial o la independencia política de cualquier Estado, y condena la injerencia en sus asuntos internos, salvo en casos muy limitados de legítima defensa o autorización del Consejo de Seguridad de la ONU. Las amenazas de «acabar con un régimen» fuera de estos marcos legales no son más que el derecho del más fuerte, una vuelta a la ley de la jungla.
El legado de la verdad y la demanda por la estabilidad
En este panorama de narrativas distorsionadas y acciones impunes, la voz de quienes buscan la verdad se vuelve indispensable. Julian Assange, a través de WikiLeaks, abrió los ojos del mundo a la cruda realidad de los crímenes de guerra y la brutalidad del intervencionismo, pagando con años de reclusión inhumana por el simple hecho de denunciar lo que veía como crímenes de lesa humanidad. Su labor, a pesar del inmenso costo personal, subraya la urgencia de mirar de frente la verdad, por más incómoda que sea, y de exigir rendición de cuentas. Las filtraciones sobre Irak, entre otras, revelaron la impunidad que hasta hoy arrastran quienes causaron un sufrimiento incalculable.
La estabilidad de las naciones y, por extensión, la paz mundial, no pueden sostenerse sobre cimientos de hipocresía, dobles raseros y desprecio por el derecho internacional. Cuando las potencias mundiales eligen la conveniencia política por encima de la coherencia legal, desmantelan la confianza y allanan el camino para el caos.
El «orden» resultante es una farsa, un teatro de poder donde la ley es solo una herramienta más en el juego de la dominación. En este contexto, el listado de sugerencias para la paz propuesto en este análisis, aunque perfecto en su concepción, se torna inviable sin un cambio radical en la mentalidad de quienes ostentan el poder global.
Debemos detenernos un momento en el análisis de la Organización de las Naciones Unidas (ONU). Esta institución, concebida para salvaguardar la paz y la seguridad internacional tras los horrores de la Segunda Guerra Mundial, hoy funciona de forma obsoleta en muchos sentidos. Sus contradicciones inherentes, surgidas desde su fundación y desarrollo en el contexto de la Guerra Fría, la han llenado de desequilibrios y la han privado de la eficacia y legitimidad necesarias para enfrentar los desafíos actuales. Las injusticias y la falta de representatividad la han convertido, en ocasiones, en un reflejo de los intereses de las potencias dominantes, en lugar de un foro verdaderamente equitativo para todas las naciones y para el bien común. Para que la ONU recupere su propósito y se convierta en un pilar efectivo de la justicia global, debe someterse a una profunda reestructuración y revisión. Esta reforma debe ser llevada a cabo por equipos multidisciplinarios de primer nivel y representantes de todos los países, asegurando una perspectiva global y equitativa.
Esto es vital, pues sin una ONU reformada y verdaderamente empoderada por la voluntad colectiva de las naciones, el discurso de este ensayo, aunque crítico y necesario, podría sonar ingenuo y naif.
La humanidad se encuentra en una encrucijada crítica. Para no regresar a la barbarie pre-ONU, exigimos una legitimidad y coherencia inquebrantables en la aplicación del derecho internacional. Esto implica:
* Cero Tolerancia a la Violación Unilateral de la Soberanía: Ningún Estado debe tener la prerrogativa de atacar o desestabilizar a otro sin un claro mandato legal y justificación.
* Rendición de Cuentas Universal: Las violaciones del derecho internacional, sean por quien sean cometidas, deben ser investigadas y castigadas con equidad y sin favoritismos políticos. El mismo estándar debe aplicarse a todos.
* Desarme y No Proliferación Equitativos: La presión para la no proliferación debe aplicarse de manera uniforme, incluyendo a aquellos Estados que poseen arsenales nucleares no declarados.
* Respeto Inviolable por la Vida Civil: La vida de la población civil nunca debe ser un «daño colateral» aceptable en las agendas geopolíticas.
La estabilidad no se construye con amenazas de guerra y discursos de odio, sino con el respeto al derecho, la búsqueda de la justicia y la coherencia moral. Sin embargo, ¿es la elección realmente nuestra? La posibilidad de que la decisión esté verdaderamente en las manos de la humanidad, y no solo de las élites de poder, reside en la confluencia de factores de contrapeso y reestructuración. La emergencia y consolidación de un Sur Global cohesionado, capaz de actuar de forma unificada y con una voz común, representa un contrapeso fundamental a las agendas hegemónicas. El ascenso económico y político de China y sus aliados en Asia ofrece una alternativa clara al modelo dominante, redefiniendo las esferas de influencia.
Asimismo, las propuestas de Rusia y el mundo eslavo y túrquico para construir un nuevo orden mundial multipolar contribuyen a la fragmentación del poder unipolar.
Solo un orden mundial genuinamente multipolar, con instituciones internacionales reformadas y legitimadas, y con un Sur Global unificado y fuerte, puede ofrecer una alternativa viable al matonaje y la impunidad que hoy caracterizan a ciertos actores dominantes. En este escenario, la presión para el cumplimiento de las leyes internacionales se haría insosteniblemente grande para quienes históricamente las han eludido.