

Por: Guillem Pujol. Fuente: https://climatica.coop/
Naomi Oreskes acaba de publicar 'El gran mito' (Capitán Swing). Foto: Jon Sachs
Durante décadas, nos hicieron creer que el mercado libre y la libertad individual eran sinónimos, y que cualquier intervención pública suponía una amenaza para los valores democráticos. Naomi Oreskes desmantela esa falacia en su último libro, El gran mito. Cómo las empresas nos enseñaron a aborrecer el Gobierno y amar el libre mercado (Capitán Swing), donde rastrea junto a Erik M. Conway cómo corporaciones y lobbies manipularon durante más de un siglo los discursos públicos, los medios de comunicación y hasta las universidades.
“El poder de la propaganda es enorme” dice en esta entrevista, al explicar cómo sectores enteros de la élite económica se convencieron –o prefirieron convencerse– de que su codicia era sinónimo de libertad. Hablamos con ella sobre el negacionismo climático, las promesas tecnológicas que se repiten cada cinco años, la instrumentalización de la religión en Estados Unidos y la pérdida de la noción de bien común, una idea que hasta Adam Smith defendía y que hoy parece olvidada.
Al comenzar el libro, toman como punto de partida la tesis de Naomi Klein y de otros autores que sostienen que el capitalismo es la causa estructural del cambio climático: “Nosotros argumentamos que es cómo pensamos sobre el capitalismo y cómo funciona este”. En filosofía, dirían que es un debate entre idealistas y materialistas.
Creo que las ideas son fundamentales. Si miramos a la historia, vemos que personas como Marx, Hitler o Adam Smith –para bien o para mal– motivaron a millones a actuar en nombre de ideas. Y si tengo alguna crítica a mi propio campo es que los historiadores hemos tendido a olvidar la importancia de las ideas en los últimos años, concentrándonos demasiado en las estructuras materiales. Por supuesto que todo importa: ideas, personas, instituciones, contextos materiales. Lo importante es cómo interactúan.
¿Y qué pasa cuando esas ideas no son honestas, sino instrumentales, diseñadas para justificar otros intereses?
Ahí está la clave. Algunas personas las usan de forma cínica, y otras llegan a creérselas. El poder de la racionalización es enorme. En Merchants of Doubt, nuestro primer libro, nos preguntábamos por qué personas cultas negaban la ciencia climática, y descubrimos que detrás había una idea muy poderosa: el fundamentalismo de mercado y su vínculo con la noción de libertad individual. Eso nos llevó a investigar de dónde venía esa idea, quién la había promovido, porque estaba claro que no era una verdad universal, sino una construcción ideológica interesada.
En el libro explora también la llamada “tesis de la indivisibilidad”, que sostiene que el capitalismo y la libertad son inseparables y que compromete una amenaza al conjunto. ¿Cómo surge esa idea?
Es una construcción que nace en los años treinta de la mano de la Asociación Nacional de Manufactureros, una organización patronal. Ellos defendían la “libertad industrial”, que no era otra cosa que la libertad de los empresarios para gestionar sus negocios sin interferencias. El problema es que esa “libertad” justificaba cosas como condiciones laborales inhumanas o el trabajo infantil. ¿Cómo se defendía algo así? Alegando que toda intervención estatal era una amenaza para la libertad en su conjunto.
Me sorprendió también el papel del lobby de la industria eléctrica en esa historia. No solemos pensar en ella como un actor ideológico potente.
Y, sin embargo, fue pionera en campañas de desinformación en Estados Unidos. El problema era que la electricidad, como los ferrocarriles, es un monopolio natural. La teoría clásica del libre mercado defiende que la competencia mejora todo, pero eso no funciona cuando tienes que tender costosas infraestructuras. Desde el siglo XIX, muchos entendieron que esos sectores requerían regulación o nacionalización. Pero las empresas eléctricas, para evitarlo, financiaron universidades, libros de texto y cursos –incluyendo Harvard Business School– que enseñaban que no hacía falta regularlas. Fue una corrupción intelectual masiva.
Y eso sigue ocurriendo hoy, aunque con otros actores, como Silicon Valley.
Exactamente. Los grandes monopolios digitales actuales ocupan el lugar de los barones del petróleo o la electricidad de antaño. Su ideología dominante es libertaria: menos impuestos, menos regulación y más concentración de poder. Algunos financian think tanks, otros prefieren actuar directamente porque ya son tan poderosos que no necesitan intermediarios.
En la toma de posesión de Trump se veían todos allí, parecía una escena sacada de El Padrino, alineándose para besar el anillo.
Sí, y esa imagen resume muy bien cómo funciona el poder real. Lo que antes eran asociaciones gremiales, hoy son grandes fortunas personales, desde Jeff Bezos hasta Elon Musk. Y aunque hay conflictos internos, la base ideológica sigue siendo esa defensa del mercado desregulado.
Me gustaría preguntarle sobre la prensa, porque uno de los principales argumentos de MAGA (Make America Great Again) es que ya no es posible confiar en la mainstream media. ¿Hasta qué punto periódicos cómo el New York Times y el Washington Post también han sido “cooptados”?
Mucho. En Merchants of Doubt explicamos cómo las campañas negacionistas de la ciencia climática manipularon a los medios con la idea de “dar voz a las dos partes”, como si hubiera dos posturas legítimas sobre hechos científicos. Y los periodistas cayeron en la trampa porque el equilibrio es un valor en el periodismo. Pero la verdadera responsabilidad debería ser con la precisión y la verdad.
Pese a todo, Oreskes afirma que hay espacio para el optimismo.
Respecto al medio ambiente, pareciera que hemos llegado a un punto donde ni siquiera es necesario justificar nada, aunque los efectos del cambio climático son cada vez más evidentes. ¿Cómo ve el debate actual?
Vivimos un momento paradójico. Por un lado, la evidencia científica sobre el cambio climático es indiscutible. Por otro, hay sectores económicos y políticos que continúan alimentando narrativas falsas o minimizando el problema porque su modelo de negocio depende de ello. Lo vemos en el negacionismo, pero también en ciertas promesas tecnológicas que actúan como distracción. Cada cinco años aparece el anuncio de que la energía de fusión está a punto de llegar y salvarlo todo. Y eso nunca ocurre. Mientras tanto, no se invierte lo suficiente en las tecnologías que ya existen, como la solar, la eólica o el almacenamiento de energía.
Como decía Donald Trump: “Drill, baby, drill”. Se actúa y punto.
Cierto, pero todavía es posible resistir creando narrativas alternativas. Porque, aunque ellos digan que esas tierras no valen nada, la verdad es que son un bien común, patrimonio de todos los ciudadanos. Y hay que recordarlo, porque incluso en medios liberales como The New York Times, apenas se habla ya del concepto de “bien común”.
Hoy además tenemos otro problema: la concentración mediática. La desregulación de telecomunicaciones de los años 90, bajo Bill Clinton, permitió la consolidación de grandes conglomerados que controlan la mayoría de los medios, reduciendo enormemente la diversidad de voces.
Es que da la sensación de que hemos perdido incluso la capacidad de pensar los conceptos de “bien público o propiedad común.
Totalmente. Y eso es trágico, porque hasta Adam Smith reconocía en La riqueza de las naciones que debía haber impuestos para sostener bienes públicos. Y, sin embargo, esa parte también ha sido borrada de las ediciones “oficiales” promovidas por economistas como George Stigler. Así que creo que es urgente recuperar esa conversación.
Hablemos un momento de la guerra, ya sea del genocidio israelí en Gaza, de la invasión rusa a Ucrania o del reciente y preocupante ataque a Irán, también desde Israel. ¿Quién convence a las sociedades de que deben ir a morir a una guerra?
Aquí estoy de acuerdo con Naomi Klein: hay quienes se benefician mucho de la guerra. El complejo militar-industrial estadounidense sigue siendo enormemente poderoso. Mientras se discute sobre recortes presupuestarios para ciencia o salud, se gastan billones en armamento y exportación de armas. Es un negocio multimillonario.
Y esto conecta con lo que decías antes: buena parte de lo que vemos hoy no es ideología coherente, sino pura codicia. La administración Trump abrió enormes extensiones de tierras públicas para la explotación de petróleo, gas y carbón, repitiendo la estrategia de la Rusia postsoviética: privatizar activos públicos y enriquecer a unos pocos.
Para cerrar: después de investigar todas estas narrativas y discursos… ¿le queda espacio para el optimismo?
Sí, y te diré por qué. Porque si estas ideas se fabricaron y se instalaron a través de estrategias conscientes y persistentes, eso significa que también se pueden desmontar. Y lo más importante: se pueden proponer otras. Y en esa tarea, los medios, las universidades y los movimientos sociales tenemos mucho por hacer.