jueves 26 de junio de 2025 - Edición Nº2395

Cultura | 26 jun 2025

Un libro de Stacy Schiiff

«Las brujas. Sospecha, traición e histeria en Salem», un libro que recuerda la ejecución de 19 personas acusadas de brujería

10:32 |Las brujas no existen pero que las hay, las hay. Así lo creyeron miembros de la comunidad de La Colonia de la Bahía de Massachussets en 1692, lo que dio como consecuencia una masacre de hombres, mujeres y hasta dos perros por el delito de brujería.


Por: Tomás Villegas

Autora del Libro.  Stacy Schiiff

Ocurrió en 1692. La Colonia de la Bahía de Massachussets ejecutó a 19 personas por el delito (es decir, el pecado) de brujería. Catorce mujeres, cinco hombres, sin olvidarse, desde luego, de dos perros que cursaron idéntico destino por idéntico crimen. No lo olvida, y nos lo recuerda –con una escritura suelta que no le escapa a los giros irónicos ni al discurso indirecto libre– la norteamericana Stacy Schiff con su monumental Las brujas. Sospecha, traición e histeria en Salem, 1692 (Fondo de Cultura Económica)

Sin apuro alguno, la autora se sumerge en la vida de una comunidad protestante tensionada por la desconfianza y la superstición, erigida menos sobre un sistema “objetivo” de leyes que por las Santas Escrituras.

Una comunidad protestante de flaca privacidad y vigorosa predisposición al rumor en la que el sentido de vigilancia permanece incansablemente azuzado, y que considera a lo sobrenatural como una de las tantas, y ordinarias, facetas de lo real. Obsesionados con la pureza de acto y de intenciones, estos hombres y mujeres tienen al diablo y a sus secuaces entre ceja y ceja.

 El proyecto fundamental del “viejo embustero” se funda en la ignorancia. Si los colonos desconocen los textos sagrados no podrán identificar ni a la maldad mefistofélica ni a su monarca. Había, por ello, que aventajarlo, anticiparse a sus embustes perniciosos. Estudiar la Biblia sistemáticamente, para anticiparse a las jugadas del maligno y ganarle la partida.

A no confundirse, afirma Schiff: por más que la paranoia y el recelo ahoguen la mente y las relaciones de Salem, la Colonia de la Bahía probablemente haya sido una de las mejores educadas en la historia de la humanidad antes de 1692. El problema, aduce, es que tanto los habitantes corrientes como los letrados y magisterios leen la Biblia de la peor manera: literalmente.

Como si fuera poco, la medicina producía por entonces más estragos de los que curaba. Gotas de lavanda y el pan de jengibre curaban la pérdida de la memoria y una faja de piel de lobo sumado a los excrementos quemados de una vaca negra se las arreglaban para combatir la epilepsia. 

Todo comenzó con Abigail Williams y Betty Parris, dos primas preadolescentes con síntomas extraños. Sus aullidos perforaron repentinamente la noche del pueblo para perturbarlo durante meses. Convulsionadas, se estremecían espectacularmente; sus cuerpos se contorneaban con violencia, víctimas de aguijonazos invisibles, o decantaban en la más férrea de las rigideces. Se escondían en huecos, en pozos, debajo de las sillas.

"Las brujas. Sospecha, traición e histeria en Salem", un libro que recuerda la ejecución de 19 personas acusadas de brujería

Tiempo de brujas

Ya era febrero cuando las primas pudieron articular palabra y hacerse entender: las brujas –proclamaron– deambulan por Salem. La piedra de toque había sido colocada, y la histeria colectiva despertaba: Satanás, junto a sus colaboradoras, había descendido sobre la comunidad. 

En marzo de aquel año, el ministro Samuel Parris, padre de la aquejada Betty, promovía la paranoia y la delación sistemática. Tomando como excusa un puñado de versículos de Juan, predicó: “Uno de vosotros es el diablo (…) O somos santos o demonios; las Escrituras no nos dan un punto medio”.

Para rubricar con la intervención de Jesús a sus discípulos: “¿No os he escogido yo a vosotros 12, y uno de vosotros es el diablo?” Si al miedo se le atribuye la condición del contagio, en estas condiciones, cobraba estatus de epidemia. La salvaguarda a mano era acusar antes de ser acusado.

Fue a comienzos del mismo marzo que Sarah Good, una mendiga belicosa de 38 años, terminaría condenada incluso antes de poner pie en la taberna que oficiaba de tribunal. Los interrogadores procedieron menos como jueces que como policías. “Sarah Good, ¿con qué espíritu maligno está familiarizada?”, espetó uno de sus inquisidores.

Good, en efecto, había torturado a las niñas en la casa de Parris, que, presentes en la audiencia, testificaron en su contra y, frente a ella, comenzaron a agitarse. Su influencia sobre las víctimas era evidente. ¿Si no era ella, quién, reiteraban los magisterios, embrujaba a las niñas?

No era ella, no, pero sabía quién las atormentaba: Sarah Osborne, otra habitante de Salem. Good sembraba así una de las condiciones claves para la salvación personal, la paranoia general y la perdición comunitaria: la acusación absurda, la delación vacía. 

Las acusaciones comenzaron a proliferar por Salem, que se vio de pronto atestado de brujas sobrevolando los bosques, perforando gargantas y labios con alfileres, prodigando torturas, enloqueciendo animales, celebrando aquelarres. La bruja de Nueva Inglaterra, afirma Schiff, supo cobrar, diferenciándose de las europeas, su propia especificidad.

Para 1692 cualquier colono entendía, y muy bien, a qué entidad refería el término: a una figura –“tan real para ellos como lo habían sido las inundaciones de febrero”– capaz de realizar “cosas extrañas”, invocando un poder ajeno a la naturaleza ordinaria.

Este poder se obtenía en “confederación con espíritus malignos”, y fundamentalmente, por medio de un pacto con el diablo. Mientras que los aquelarres y los vuelos brujeriles se importaron de Europa, el aspecto contractual –en forma de pacto, de libro a firmar, de marca diabólica– fue producto de la obsesión protestante de los colonos.

"Las brujas. Sospecha, traición e histeria en Salem", un libro que recuerda la ejecución de 19 personas acusadas de brujería

Entre 144 y 185 brujas y hechiceros fueron, al menos, señalados. La más joven de las brujas contaba con cinco años y, la mayor, con 80. Las acusaciones resquebrajaron vínculos profundos, amistades longevas, relaciones familiares. Esposos denunciaron a esposas, hijas a padres, sobrinos a tías, yernos a suegras y hermanos, a hermanos. Lo que ocurrió en Salem, dice Schiff, probablemente sea el mayor de los misterios de lo que se convertiría en Estados Unidos.

Se ha intentado explicar estos acontecimientos, continúa Schiff, desde ángulos diversos: partiendo de las tensiones generacionales, sexuales, económicas, eclesiásticas. Y sin embargo, Salem sigue interpelando a los norteamericanos de un modo inquietante. Un puñado de ironías, casi como lecciones, enfatiza la historiadora, habría que remarcar no obstante. 

Por nombrar una, y finalizar: las primeras de estas familias que llegaron a América del Norte lo hicieron por una necesidad religiosa: veían impura a la Reforma, a la que no se celebraba en su cabal medida. Aquí completarían la tarea como se debe. “Calvinistas rigurosos, habían recorrido una gran distancia para adorar a su antojo, y eran intolerantes con quienes lo hacían de manera diferente”.

Si se alejaron de su tierra original a despecho de las negligencias de la autoridad y funcionarios reales, que arbitraban penosamente la vida religiosa, las autoridades y funcionarios de Salem cayeron en la misma trampa, a costa de un flagelo, físico y metafísico; flagelo del que el pueblo nunca se desprendería. La confesión religiosa quedaría desacredita por completo y los líderes de Massachussets jamás volverían a recurrir a la Iglesia por consejo.

Con acontecimientos de esta magnitud, henchidos tanto de violencia física y abusos carnales como de una carga simbólica de alta densidad, la culpa tiene un sinfín de domicilios, los únicos inocentes son los ejecutados y si algún misterio puede, en efecto, resolverse, es que el Diablo requiere necesaria y exclusivamente de la confabulación humana para ejercer eso que se ha dado en llamar el Mal. 

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