

Por: Mauricio Herrera Kahn. Fuente:Agencia Pressenza
El presidente iraní, Masoud Pezeshkian, asiste a una conferencia de prensa, en Teherán, Irán, el 16 de septiembre de 2024. Pezeshkian afirmó el lunes que su país no tiene intención de desarrollar armas nucleares, rechazando las preocupaciones internacionales sobre su programa de enriquecimiento de uranio. (Xinhua/Shadati) (oa) (ah) (ce) (Imagen de Xinhua)
La guerra no duró ni dos semanas. Pero bastaron doce días para mostrar que el mundo puede incendiarse sin que nadie tenga que apretar el botón nuclear. Fue una guerra sin declaración, sin resoluciones del Consejo de Seguridad, sin héroes ni cuerpos alineados frente a la ONU. Una guerra improvisada, contenida y sin gloria. Pero sobre todo, una guerra reveladora.
Irán disparó, Israel bombardeó, Trump apareció. Y todos (desde Bruselas hasta Moscú, desde Nueva Delhi hasta Pretoria) miraron el cielo con cara de póker mientras calibraban su próxima jugada. Porque en el fondo no era una guerra, era un experimento. Y el resultado fue claro. El mundo ya no necesita seis meses de bombardeos ni trincheras para temblar. Solo necesita una provocación, un cruce de cables y un presidente buscando cámaras.
Trump no gobernaba cuando todo comenzó pero terminó actuando como si el mundo no pudiera resolverse sin él. Entró como pacificador de una guerra que él mismo alentó durante años y salió firmando un nuevo “escudo protector” con la OTAN. Sí, esa misma OTAN a la que insultó, despreció y amenazó con abandonar. Ahora exige el 5% del PIB en armamento. ¿Cómo llamarlo? ¿Un chantaje elegante? ¿Un reality global? ¿O simplemente Trump en su estado más puro: caos, propaganda y poder?
Y mientras tanto, el resto de los actores hicieron lo que mejor saben: esperar.
China observó en silencio. No condenó. No intervino. No opinó. Porque el arte de la guerra no se grita, se administra. Beijing no necesita tuitear cuando está construyendo rutas, firmando tratados y comprando minas de litio. El verdadero poder hoy no lanza misiles. Firma convenios, entrega créditos, gana tiempo. China entendió que las guerras modernas no se ganan con bombas sino con bancos.
Rusia, en cambio, murmuró lo justo. Se felicitó por la contención de Irán, acusó a Israel de agresión preventiva y le deseó suerte a todos. Porque Moscú tiene otra guerra entre manos y no está para improvisaciones. Pero algo quedó claro: Putin no va a dejar que Irán caiga solo. Porque si cae uno, caen todos los que no tienen cuentas en Wall Street. Rusia, hoy, no es el eje del mal. Es el eje del aguante.
India hizo lo que suele hacer: equilibrismo diplomático. Apoyar a Irán sin romper con EE.UU., criticar la violencia sin ofender a Israel, mirar a China sin pestañear. Pero ya no puede seguir haciéndolo por siempre. Porque esta guerra le pasó rozando los dedos. Y si el próximo misil cae cerca del estrecho de Ormuz, el petróleo indio se encarece y su neutralidad empieza a temblar.
Sudáfrica, Brasil, Indonesia, los otros BRICS… todos callaron más de la cuenta. Pero lo están discutiendo por debajo de la mesa. El nuevo petróleo se llama litio, pero el poder actual se llama soberanía compartida. Y todos saben que no se puede hablar de un nuevo orden global si en cada crisis bélica siguen mirando a Washington a ver qué opina.
Europa, por su parte, parece una pieza de museo. Macron habla de autonomía estratégica mientras compra armas a EE.UU. Alemania condena la violencia… pero compra gas a quien sea que se lo venda. Y España, la España de los derechos humanos, se niega a subir su gasto militar y es amenazada por Trump como si fuera un Estado vasallo. Europa ya no lidera, reacciona.
Y en medio de todo, un actor silencioso pero letal: Pakistán. No lanza comunicados rimbombantes pero mantiene relaciones profundas con Irán, odia a Israel y tiene bombas nucleares reales. Si hay un país en el que un error puede costar el planeta, ese país se llama Pakistán. Y por eso nadie lo nombra. Porque cuando se nombra a Pakistán, el mundo se da cuenta de lo cerca que está del abismo.
Pero volvamos a Irán. ¿Qué hará ahora? Probablemente nada. Esperará. Rearmará. Negociará con China, con Rusia, con India. Leerá de nuevo a Sun Tzu. Porque Irán sabe que no se gana una guerra en el primer round. Se gana cuando el enemigo empieza a perder aliados. Y eso está empezando a pasar.
Y mientras tanto Israel celebra el fin de una amenaza. Pero ¿de verdad terminó? ¿O solo está en pausa? Netanyahu, que gobierna con su coalición más ultra, necesita la guerra tanto como el oxígeno. Sin ella no hay excusas para los asentamientos, ni para el control del poder judicial, ni para seguir burlando las condenas internacionales. Israel puede ganar batallas… pero está perdiendo el relato.
¿Y Trump? Trump sonríe. Porque en doce días logró lo que ningún asesor de Biden logró en cuatro años: que la prensa hablara solo de él. Que Europa se alineara con él. Que el mundo le temiera otra vez. Lo que no logró en la ONU lo logró con una amenaza. Y lo vendió como paz. Como si lanzar bombas fuera la mejor forma de evitar más bombas. El mundo a lo Trump…
Pero la pregunta no es quién ganó. Es quién aprendió. Porque el planeta ya no puede permitirse 12 días más así. El BRICS no puede seguir siendo un club de economías emergentes con buenas intenciones. Tiene que transformarse en un bloque estratégico real, capaz de decirle a EE.UU. que no todo se decide en la Casa Blanca. Capaz de proponer un pacto global de no agresión, soberanía energética y uso ético de los recursos críticos.
Y si no lo hacen, otro conflicto estallará. No por ideología. Sino por silencio. Porque en este mundo el que calla, concede. Y el que no propone, termina obedeciendo.
La guerra no duró más de doce días. Pero la posguerra durará años. Y ahí veremos quién manda de verdad. No el que bombardea. Sino el que reconstruye….