

Por: Mauricio Herrera Kahn
(Imagen de Xinhua)
Lo que está ocurriendo en Gaza no es una guerra. Es una ejecución prolongada con cámaras encendidas y con el mundo entero mirando hacia otro lado. Ya no quedan excusas, ni equilibrios, ni justificaciones diplomáticas. Lo que hace Israel es exterminar a un pueblo entero. Y lo que hace Donald Trump al permitirlo, financiarlo y celebrarlo, es convertirse en el verdadero cerebro del crimen. Porque si hay un rostro político detrás del genocidio no es Netanyahu, es Trump.
El empresario convertido en Presidente, el candidato transformado en salvador de los colonos, el líder global que puso su firma bajo cada bomba que hoy destruye Gaza.
Trump es el verdadero arquitecto de esta masacre. Fue él quien reconoció Jerusalén como capital de Israel. Fue él quien legitimó las colonias ilegales en Cisjordania. Fue él quien bloqueó todas las resoluciones de la ONU contra los crímenes israelíes. Y es él quien ha transformado al ejército más poderoso del planeta en el escudo impune del Estado más brutal del siglo XXI. Ya no basta con decir que Trump es un populista, un manipulador o un narcisista. Hay que decirlo claro: es un genocida. Con terno, con bandera y con micrófono. Un genocida con visa diplomática.
Y los muertos siguen cayendo. Hoy mismo, mientras escribimos estas líneas, hay niños bajo los escombros. Madres que buscan a sus hijos entre el polvo. Familias enteras asesinadas mientras hacían fila por una caja de comida. No son daños colaterales. No son efectos de la guerra. Son objetivos. Son parte del plan. Israel ataca zonas residenciales, hospitales, escuelas. Gaza no tiene escudos. No tiene refugios antiaéreos. No tiene agua ni insulina, ni oxígeno. Pero sigue recibiendo bombas con tecnología de última generación compradas con dinero norteamericano. Cada misil que cae lleva la marca de fábrica de EE.UU. Y detrás de esa marca, la firma de Donald J. Trump.
No es exageración. No es poesía política. Es estadística. Más de 65.000 muertos en menos de un año. La mayoría civiles. Miles de ellos niños. Gaza es hoy el mayor cementerio de la infancia del mundo. Pero los titulares siguen hablando de “conflicto”, de “choque”, de “respuesta militar”. Como si fuera legítimo aniquilar un pueblo por defender su derecho a existir. Como si fuera normal destruir una ciudad entera porque alguien lanzó un cohete artesanal. Gaza no tiene ejército. No tiene marina. No tiene fuerza aérea. Tiene hambre, tiene dolor, tiene resistencia. Y por eso mismo molesta.
Trump lo sabe. Por eso lo apoya. Porque para él la política exterior es un reality de sangre. Porque para él Israel no es un aliado, es un peón en su tablero de supremacía blanca. Trump no ama a los judíos. Ama el poder que le da apoyarlos. Ama los votos evangélicos, los contratos armamentistas, los aplausos de los halcones del Pentágono. Mientras más sangre palestina corre, más fuerte late su campaña. Mientras más edificios se derrumban en Gaza, más dólares entran a su maquinaria electoral. No hay cálculo moral. Solo estrategia. Solo crueldad.
Y el resto del mundo… calla. La ONU desaparecida. Europa en silencio. América Latina dividida entre la indignación y la cobardía. Solo algunos países han dicho basta. Pero no basta. Porque el genocidio sigue. Porque las armas siguen llegando. Porque Trump sigue ganando. Y porque cada segundo que pasa sin condena es una complicidad más. Una vergüenza más. Una mancha más en la historia del planeta.
¿Y Hamas? Hamas no es el problema. Es la consecuencia. No nació del odio: nació del abandono. Nació de la desesperación de un pueblo cercado, humillado, traicionado. Se podrá discutir su táctica, su ideología, su legitimidad. Pero no su derecho a resistir. Porque cuando a un pueblo se le niega todo, incluso la vida, la resistencia no es terrorismo, es dignidad. Lo dijo Mandela. Lo dijo Allende. Lo han dicho los mártires de todos los pueblos masacrados por imperios. Y lo dice hoy cada niño palestino que lanza una piedra no por estrategia militar, sino por humanidad.
Trump quiere que creamos que apoyar a Israel es apoyar la civilización. Pero lo que hace Israel es destruirla. Bombardear hospitales no es civilización. Matar bebés en refugios no es civilización. Usar fósforo blanco no es civilización. Y aplaudir todo eso, financiar todo eso, proteger todo eso… es barbarie. Trump no es un Presidente más. Es el embajador del horror. El portavoz del castigo colectivo. El bufón de la muerte con corbata y discurso de campaña.
No nos confundamos. No es un conflicto religioso. No es un problema entre dos pueblos iguales. Es un crimen planificado, prolongado, sistemático. Un genocidio con apoyo diplomático. Y Trump es el primer firmante de esa masacre. Su gobierno lo inició. Su retórica lo alimentó. Su reelección lo necesita. Hoy cada voto por Trump es una bala más en Gaza. Cada silencio ante Trump es una traición más al pueblo palestino.
¿Y nosotros? ¿Qué hacemos desde este rincón del mundo viendo cómo se destruye una nación mientras los líderes del planeta toman desayuno en Bruselas o en Nueva York? ¿Qué puede hacer un ser humano común ante tanto poder desatado? Alzar la voz. Denunciar sin miedo. Decir la verdad aunque duela. Nombrar al asesino. Y el asesino político principal no está en Tel Aviv. Está en Florida. En un mitin. En una entrevista. En una red social.
Trump no es el salvador de Occidente. Es el verdugo de Gaza. Y quienes lo aplauden, lo financian o lo votan, están firmando el acta de defunción de un pueblo que solo quiere vivir.
La historia no perdonará a los que callaron. Y tampoco a los que eligieron al verdugo como héroe……