No habrá transición energética real mientras el carbón alimente el presente y el futuro sea solo una promesa para exportar.
Chile quiere ser una potencia en hidrógeno verde. Lo dice el gobierno, lo repiten las empresas, lo celebran los medios. Paneles solares en el desierto, turbinas de viento en Magallanes y una promesa: producir el combustible del futuro sin contaminar el presente. Pero mientras se anuncian acuerdos internacionales y licitaciones millonarias hay un detalle que nadie quiere mirar. La matriz energética chilena sigue dependiendo del carbón, del gas y de un sistema eléctrico donde la supuesta transición verde convive, sin pudor, con la oscuridad fósil de siempre.
Hablan de hidrógeno como si ya estuviera en las casas, en los buses, en las exportaciones. Pero hoy el hidrógeno verde en Chile no es una realidad, es un powerpoint. No hay plantas operativas a escala industrial. No hay ductos. No hay mercado. Hay intenciones, hay lobby, hay titulares. Y mientras tanto las centrales a carbón siguen activas. Ventanas sigue humeando. Mejillones sigue ardiendo. El aire sigue enfermo pero el discurso es limpio. En este país la energía verde siempre llega en forma de promesa, no de transformación.
Las empresas energéticas lo saben. Las forestales lo saben. Las mineras lo celebran. Porque el hidrógeno verde les permite anunciar compromisos climáticos sin cambiar su modelo de negocios. Basta con declarar que en 2040 serán carbono neutral. Nadie fiscaliza, nadie exige coherencia. Basta con firmar un protocolo. Basta con una foto. Y mientras tanto se sigue explotando litio con bombas de agua en los salares, se sigue fundiendo cobre con carbón en Caletones y se sigue exportando contaminación en nombre del desarrollo sostenible.
La prensa tampoco pregunta. Repite. Difunde comunicados. Habla de polos de desarrollo. Habla de oportunidades únicas. Pero no explica que producir hidrógeno verde requiere cantidades colosales de agua y de electricidad. ¿De dónde saldrá esa agua en el norte seco de Chile? ¿De las napas subterráneas ya sobreexplotadas? ¿Del mar con plantas desaladoras que consumen aún más energía? ¿Quién controlará el uso del agua en una zona donde el Estado ni siquiera puede garantizarla para las comunidades?
Y lo más incómodo: ¿qué tipo de energía alimentará los electrolizadores que producen hidrógeno? Porque si se usan fuentes fósiles el resultado no es hidrógeno verde sino gris, azul o simplemente humo con nombre elegante. En un país donde el carbón todavía representa más del 20 por ciento de la matriz eléctrica hablar de energía limpia sin cerrar las termoeléctricas es una hipocresía. La misma hipocresía con la que se llama justicia energética a que las grandes empresas controlen la transición.
Dicen que Magallanes será el epicentro de esta revolución verde. Pero Magallanes también es una de las regiones más frías, con mayor demanda de calefacción a leña, con una de las mayores huellas de carbono por habitante y donde aún se usa gas subsidiado por el Estado. ¿De verdad vamos a producir hidrógeno verde para exportarlo a Europa mientras nuestra gente quema leña húmeda y vive en casas sin aislación térmica? ¿Quién diseñó esta transición energética? ¿Quién gana con ella?
Chile podría liderar una transformación real. Tiene sol, tiene viento, tiene cobre, tiene litio. Pero le falta una cosa: voluntad política para enfrentar a los que mandan. Porque mientras el discurso lo sigan dictando las generadoras, las mineras y las consultoras energéticas, no habrá transición sino maquillaje. El hidrógeno verde será otro negocio más, extraído desde territorios sacrificados, con subsidios públicos, para abastecer los autos eléctricos de Alemania y las siderúrgicas de China.
Y cuando ya no quede agua, cuando los glaciares retrocedan más, cuando el mar esté lleno de salmuera y las comunidades sin derecho a consulta, entonces quizás alguien recordará que todo esto se hizo en nombre del futuro. Un futuro que no incluye a todos, que no corrige desigualdades, que no repara daños, que no descentraliza decisiones. Un futuro empaquetado en una narrativa de sustentabilidad que huele más a marketing que a oxígeno.
El hidrógeno verde tiene potencial, sí. Pero también tiene trampas. Puede ser emancipador o extractivista. Puede ser transición o continuidad. Puede ser soberanía o subordinación. Todo depende de quién lo controle. Y en Chile, por ahora, lo controlan los mismos de siempre: los que transforman el aire en negocio, el agua en producto y la energía en excusa.
Y sin embargo aún hay tiempo. Si el país decide que la energía es un derecho, no una mercancía. Si la transición energética se construye con comunidades y no contra ellas. Si los recursos se orientan al bienestar y no a la especulación. Entonces el hidrógeno verde podría dejar de ser un engaño y convertirse en una herramienta de justicia, de desarrollo y de soberanía real.