

Por: Claudia Aranda. Fuente: Agencia Pressenza
Mural Guernica- Pablo Picasso (Imagen de Historia Arte (HA!)
«…y las piedras hablaron, y los muros ardieron con voces de niños,
y las campanas no llamaron a misa, sino a la huida,
y la plaza se llenó de un humo espeso donde el sol no cabía.
La sangre bajaba por las calles como agua de abril,
y el aire sabía a despedida…»
— Juan Miguel Idiazábal, Memoria viva
Era la jornada de mercado ese 26 de abril de 1937, en un día pleno de luz, cuando la Legión Cóndor alemana y la Aviación Legionaria italiana, bajo órdenes del general Franco, descargaron su furia sobre la pequeña ciudad de Guernica. Durante más de tres horas, las bombas incendiarias y explosivas arrasaron casas, plazas, comercios, iglesias, matando a cientos de civiles —la mayoría mujeres, niños y ancianos—, en lo que se convertiría en uno de los crímenes más infames de la Guerra Civil Española. No fue un objetivo militar: fue un ensayo de exterminio aéreo contra población indefensa. La villa, corazón simbólico del pueblo vasco, quedó reducida a cenizas, a memoria y ecos de dolor.
Poco después, en París, Pablo Picasso recibió el encargo de un mural para el Pabellón de la República Española en la Exposición Internacional de 1937. Impactado por las noticias y fotografías de Guernica, volcó en apenas semanas una obra monumental de más de siete metros de ancho: el Guernica. Caballos desbocados, madres que gritan con hijos muertos, cuerpos fragmentados, un toro impasible, una lámpara que ilumina la tragedia: en blanco, negro y gris, símbolos que condensan el horror moderno. Desde entonces, la pintura se convirtió en bandera contra la guerra y la barbarie.
“Guernica”, escribió un poeta, “no es sólo un lugar, es un temblor que atraviesa siglos”. Las palabras parecían describir también otro territorio, otra geografía. Pero son las mismas piedras y muros y casas y universidades y tiendas y colegios y jardines de infantes, son los mismos edificios que caen y caen y caen por la fuerza de las bombas —orden del criminal de turno—, para sepultar para siempre a esos niños del jardín de infantes, a las madres en los mercados y a la virtud en las aulas. Todo cae.
Y aparece un hombre en un estadio de fútbol. Jugaban dos equipos vascos por la liga; las gradas vibraban de cánticos y banderas. El tipo, con la alegría simple del hincha, se enfunda una camiseta con la bandera palestina. Las gradas rugen con un clamor distinto: vítores, aplausos, alguna silbatina aislada. Minutos después, personal de seguridad lo rodea y lo expulsa. Afuera, la versión oficial habla de “aplicar normas internas” y de “mantener la neutralidad”. Amnistía Internacional responde: exhibir una bandera no es delito, es un acto protegido por la libertad de expresión. No fue —ni sería— norma en Euskadi. Fue una excepción, una anomalía en una tierra que conoce demasiado bien el precio del silencio impuesto.
Pero en otras latitudes de Europa, la ola de censura simbólica avanza sin nombres oficiales: niños castigados por llevar chapas con la sandía palestina; mujeres multadas por pañuelos con esos colores; marchas prohibidas; pancartas confiscadas; sanciones por dibujar en una acera un mapa de Palestina. Un clima donde la tela y la pintura vuelven a ser temidas por los poderosos.
En la España de Franco, exhibir el Guernica o exigir verlo podía costar la cárcel, la tortura o la muerte. Hoy, aunque cambien las banderas y las excusas, la censura simbólica repite su sombra: el miedo a la imagen que acusa.
Y así, nuevamente salió de entre las piedras el pueblo vasco. Sobre la plaza de Guernica, caminaron cadenas de niños tomados de las manos, padres con bebés en brazos, ancianos y muy ancianos que sobrevivieron a la dictadura española, familias enteras, jóvenes que nunca fallan. Iban todos, en silencio, iban todos. Formaron, con sus cuerpos y corazones, la bandera palestina: verde, blanca, negra y el triángulo rojo, vista desde lo alto como un latido.
Sucedió, valientemente, el 21 de julio de 2024.
Sonaron sirenas, largas y agudas, como el 26 de abril de 1937. Algunos cerraron los ojos: no había bombas, pero el eco de los motores y el zumbido de la muerte seguía vivo en la memoria colectiva. En pantallas improvisadas se proyectaron imágenes de Gaza: edificios que se desploman como lo hicieron los de Guernica; madres gritando con hijos muertos en brazos; humo donde el sol no cabe. El peso simbólico era insoportable: era la misma plaza de la masacre, y ahora ese suelo abrazaba otra causa de resistencia.
El acto, organizado por colectivos locales y asociaciones de solidaridad internacional, no fue mero gesto estético. Fue un grito político y ético: declarar que la memoria de Guernica pertenece a todos los pueblos bombardeados, y que la historia no será secuestrada por la conveniencia diplomática.
Termina el día y queda, sobre las piedras de Guernica, la certeza de que el arte, la memoria y el cuerpo colectivo siguen siendo armas contra la barbarie, la infamia y el crimen de lesa humanidad. Como escribió Neruda en su poema A Picasso, pintor de Guernica:
«Y allí está el cuadro, con cada hilo de sangre,
con cada relámpago, con cada clavo,
con cada lágrima, con cada fusilamiento,
y no hay espacio en ti para el olvido,
porque eres la memoria que no se rinde,
la campana que llama a todos los pueblos,
el muro donde escribimos: ¡Nunca más!»
Ese “nunca más” —escrito una vez en euskera, en castellano, en todas las lenguas del dolor— sigue latiendo. En Guernica, en Gaza, y en cada lugar donde el poder quiere que el humo oculte la verdad.
Palestina grita en la pluma de Neruda:
Venid a ver la sangre por las calles,
venid a ver
la sangre
por las calles,
venid a ver la sangre
por las calles.