sábado 16 de agosto de 2025 - Edición Nº2446

Derechos Humanos | 16 ago 2025

El Dolor de la Realidad.

El costo de la realidad en la psique de una periodista consciente

09:44 |No es el cansancio: es la erosión. La realidad, cuando te toca a diario con la frialdad de un parte de guerra y el olor de una morgue, te lima por dentro hasta volver invisibles las aristas que antes te sostenían.


Por: Claudia Aranda. Fuente: Agencia Pressenza

(Imagen de Claudia Aranda)

No es el cansancio: es la erosión. La realidad, cuando te toca a diario con la frialdad de un parte de guerra y el olor de una morgue, te lima por dentro hasta volver invisibles las aristas que antes te sostenían.

A mí no me quebraron las noches sin dormir ni las columnas de opinión ajenas que intentan dictar qué es “equilibrio”: me quebró mirar de frente, con lucidez, dónde se hunde el mundo —como lo hice durante tres años en zona de conflicto en mi propio país, de donde me traje este síndrome de estrés postraumático— y aceptar que mi oficio es escribirlo igual, aunque duela. Hay días en que el lenguaje periodístico no alcanza; días en que solo queda el pulso de la mano sobre un papel barato, en un atelier de hospital psiquiátrico, con materiales pobres y la dignidad de insistir.

Mientras escribo esto, pienso en mis colegas en zonas de conflicto. El saldo en Gaza no admite eufemismos: es el periodo más mortífero para la prensa desde que el Comité para la Protección de los Periodistas lleva registros, con al menos 192 periodistas y trabajadores de medios muertos desde octubre de 2023 —en Gaza, Cisjordania, Israel y Líbano—; 2024 fue el año más letal para el oficio desde que hay datos, con 124 asesinados, casi dos tercios palestinos muertos por Israel, según CPJ. Las cifras exactas varían por metodología, pero también Reporteros Sin Fronteras habla de “casi 200” periodistas muertos en Gaza y de redacciones arrasadas bajo un bloqueo que se ha extendido por más de dieciocho meses. No hay metáfora que amortigüe esto. Es lo que es: una devastación con nombre y apellido, con cámaras, chalecos y libretas entre los escombros.

He pasado semanas entrando al pequeño taller del psiquiátrico donde pinto. Allí no hay óleos nobles ni papeles libres de ácido; hay lo que hay: pasteles que manchan, témperas que se agrietan, papeles que absorben mal y dejan la huella del lugar en cada capa. El arte que sale de ese cuarto no es terapia ocupacional. Es declaración de existencia. Es el gesto mínimo —una línea, una sombra— que me devuelve agencia cuando el lenguaje se satura de cifras y la moral se me vuelve un músculo fatigado.

De ese pulso nacieron cuatro piezas que ahora, vistas juntas, son mi mapa clínico y ético. “Sin identidad de géneros” abre el díptico íntimo: un bebé sostenido con firmeza por un cuerpo que no se nombra. Sin la violencia de un manifiesto, la obra interroga el etiquetado temprano, la gramática de signos que la sociedad imprime antes de que aprendamos a decir “yo”. “Bodegón sin título” parece un descanso, pero no lo es: la abundancia tradicional queda bajo sospecha en un hospital. La belleza, en ciertos contextos, puede ser fachada o taxidermia del recuerdo. “Me haces falta mamá” es el cuerpo inclinado hacia un hueco que no se ve: duelo, anhelo, la memoria del cuidado como herida abierta. Y “El mundo cae desde la estepa” desplaza la escala: paisaje convulso, horizonte interrumpido por grafismos que no negocian la calma. La materia pobre aquí no estorba: habla. El pigmento que no cubre deja ver la fisura; la fisura es el mensaje.

Pienso en mis colegas en Gaza: trabajar a la intemperie informativa, con el acceso extranjero restringido y la carga imposible de narrar para el mundo mientras el mundo se desploma a tu alrededor. La contabilidad es obscena pero necesaria: CPJ y RSF no reportan tendencias; documentan muertes, redacciones destruidas, familias arrasadas. Que no se nos olvide: los periodistas son civiles bajo el derecho internacional humanitario. No hay “daño colateral” aceptable cuando el blanco es la voz que da testimonio. Y, sin embargo, seguimos. Porque todo el mundo sabe, todo el mundo grita, todo el mundo exige; la verdad, incluso descuartizada en mil pedazos, se rehace con los restos.

El costo psíquico no es un tema romántico. Está estudiado hasta la frialdad: a mayor exposición a eventos traumáticos, mayor severidad de síntomas. No hace falta traducirlo a tecnicismo para entenderlo; basta recordar la última vez que no pudiste dormir después de editar un video que no querías ver. El periodismo consciente no es una pose; es aceptar que el cuerpo paga por la lucidez. Y aun así, el deber de cuidado es parte del oficio: límites, conversación honesta con editores, protocolos para que la cobertura de violencia no nos devore (a nosotros y a las fuentes). Que esto exista en las guías no significa que se cumpla, pero negar su urgencia sería traición.

En el psiquiátrico entendí otra cosa: la precariedad también es un lenguaje. Cuando el material falla, inventas estructura con la caricia de un trazo, corriges con el reverso del papel, construyes volumen con lo que parecía un error. Esa obstinación es la misma que nos permite escribir bajo bombardeo informativo, sostener el rigor mientras todo alrededor empuja a la confusión. El arte —ahí, con sus medios mínimos— me dio un espejo donde reconocerme sin la armadura del dato. No como escape; como prueba.

A mis colegas en zonas de guerra no les debo una elegía, sino una complicidad que no se negocia. No habrá perdón para quien crea que matar periodistas es matar la verdad: no la mataron. La verdad, maldita sea, se filtró por cada escombro, por cada nombre, por cada cifra que alguien verificó a mano, de madrugada, con el corazón en la garganta. De eso va “El mundo cae desde la estepa”: del derrumbe que no consigue tragarse la voz. Y de eso va también este texto: del precio de mirar sin pestañear, de la torpeza con que el cuerpo intenta seguir, del rescate humilde que ofrece una hoja barata en un taller de hospital.

La historia cobra siempre. No hay contabilidad que la exonere. Cuando llegue la factura —porque llega—, ojalá nos encuentre con los archivos en regla, las piezas colgadas, las firmas visibles y la conciencia intacta. Mientras tanto, seguiremos escribiendo, pintando, respirando: tercos, lúcidos, vivos.

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