

Por: Mauricio Herrera Kahn. Fuente:Agencia Pressenza
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Nació para impedir guerras y terminó certificando masacres
En 1945 cuando las bombas aún humeaban sobre Hiroshima y Nagasaki, las naciones del mundo juraron que nunca más. Nunca más guerras mundiales, nunca más genocidios, nunca más indiferencia frente a la barbarie. La promesa era solemne. La Organización de las Naciones Unidas nacía como el escudo de la humanidad, un pacto moral frente al horror y una herramienta política para contener a los poderosos. Se decía que por fin habría un lugar donde los pueblos pequeños tendrían voz y los grandes serían vigilados, era el comienzo de una era de paz universal.
Ochenta años después la ironía muerde. La ONU existe pero las guerras también, las matanzas no desaparecieron, solo cambiaron de escenario. El “Nunca más” de San Francisco se convirtió en un “Siempre otra vez” en Gaza, en Ucrania, en Ruanda, en Bosnia, en Yemen, en el Congo. Lo que nació como esperanza global hoy se arrastra entre discursos vacíos, resoluciones vetadas y comunicados de prensa que nadie escucha. La ONU no es el árbitro de la humanidad, es el notario de sus tragedias.
La institución que debía encarnar la justicia global quedó atrapada en la trampa de sus propios estatutos. Cada vez que una potencia decide usar la fuerza, el Consejo de Seguridad se convierte en un teatro donde la palabra veto vale más que millones de vidas. Los pueblos ven morir a sus hijos mientras en Nueva York se discute la semántica de un párrafo, la ONU no detiene guerras, las contabiliza. No evita genocidios, los certifica. No protege a los más débiles, los observa caer.
Cumplir 80 años debería ser motivo de celebración pero en el caso de la ONU, es un cumpleaños incómodo. Es el aniversario de una promesa incumplida. Y lo que está en juego ya no es su prestigio, sino su sentido. O la ONU se convierte en el escudo que prometió ser o quedará condenada a la irrelevancia, a ser recordada como la burocracia más cara y más inútil de la historia.
Lo que prometió y lo que no cumplió
En sus primeros años la ONU dio señales de esperanza, la Declaración Universal de Derechos Humanos de 1948 fue un faro. Por primera vez la humanidad acordó que todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad. Ese texto inspiró constituciones, movimientos sociales y luchas contra dictaduras. Fue un triunfo moral, aunque nunca garantizó que esas palabras se cumplieran.
La ONU también acompañó la descolonización de África y Asia, con más de 80 países que lograron independencia bajo su paraguas político y diplomático. Fue un avance histórico aunque muchas de esas nuevas naciones quedaron atrapadas en la pobreza, en dictaduras apoyadas por las mismas potencias que hablaban de libertad. La independencia llegó pero la justicia no.
Sus agencias especializadas fueron lo más eficaz. UNICEF salvó millones de niños del hambre y la enfermedad. ACNUR protegió a desplazados. La OMS erradicó la viruela y coordinó campañas de salud global. Esas siglas hicieron más por la humanidad que cien discursos en la Asamblea General, fueron oasis de eficacia en medio del desierto de parálisis política.
¿Qué debía impedir la ONU y no impidió? La guerra de Vietnam, con más de 3 millones de muertos bajo napalm y bombas. La ONU miró en silencio mientras un país era arrasado en nombre de la geopolítica.
¿Qué no detuvo? El genocidio de Ruanda en 1994, un millón de muertos en cien días mientras los cascos azules recibían orden de no intervenir. Una de las peores masacres del siglo XX ocurrió frente a sus ojos.
¿Qué permitió? Las matanzas de Srebrenica en Yugoslavia (1995) donde ocho mil musulmanes bosnios fueron ejecutados a metros de los cascos azules holandeses que tenían la orden de “observar” sin disparar.
¿Qué ha tolerado? La ocupación israelí en Palestina desde 1948. La ONU fue cómplice en la partición que sembró el conflicto eterno y durante 75 años ha emitido resoluciones que Estados Unidos veta en cadena. Resultado: Gaza bombardeada, miles de niños asesinados, millones de refugiados, una tragedia continua que la ONU registra pero no frena.
¿Qué omitió? La invasión a Irak en 2003 ilegal y devastadora, con más de 500 mil civiles muertos. La ONU no la autorizó pero tampoco la impidió. Después cuando ya era tarde, emitió comunicados.
¿Qué calló? El desastre de Libia en 2011 convertido en estado fallido tras la intervención de la OTAN avalada por resoluciones ambiguas. Hoy el país es un infierno donde incluso hay mercados de esclavos mientras la ONU aparece solo como testigo decorativo.
¿Qué tolera hoy? La guerra en Ucrania donde la invasión rusa y los crímenes de guerra se enfrentan a vetos cruzados en el Consejo de Seguridad. Resultado: parálisis diplomática, miles de muertos, millones de desplazados.
La ONU también fue incapaz de frenar golpes de Estado y matanzas en África, desde el Congo hasta Darfur. Fue incapaz de detener la guerra en Yemen donde más de 300 mil civiles han muerto en un conflicto patrocinado por potencias que se sientan en su propio Consejo.
Cada tragedia es un recordatorio de lo que pudo hacer y no hizo, de lo que prometió y no cumplió. De lo que significaba “Nunca más” en 1945 y lo que realmente fue: un Siempre otra vez.
El catálogo de las tragedias
La ONU no fue un escudo, fue testigo y a veces cómplice.
Ruanda, 1994. Un millón de muertos en cien días. Los cascos azules tenían la orden de no intervenir. La ONU pidió perdón años después, cuando los cadáveres ya estaban bajo tierra.
Bosnia, 1995. La ONU declaró Srebrenica “zona segura”. Ocho mil musulmanes fueron ejecutados a metros de sus tropas. La seguridad prometida se convirtió en fosa común.
Palestina, desde 1948. La partición avalada por la ONU sembró el conflicto eterno. Más de 200 resoluciones vetadas, miles de muertos en Gaza, millones de refugiados. La ONU observa, denuncia en papeles y permite que la impunidad sea ley.
Vietnam, 1955–1975. Veinte años de guerra, tres millones de muertos, un país en llamas bajo napalm y químicos. La ONU fue un fantasma diplomático.
Irak, 2003. La invasión ilegal dejó medio millón de muertos. La ONU fue ignorada y reducida a escenario decorativo.
Libia, 2011. Autorizó una zona de exclusión aérea y abrió la puerta al desastre. Hoy es un estado fallido con mercados de esclavos. La ONU legitimó la operación y luego desapareció.
Ucrania, 2022. Vetos cruzados, resoluciones sin efecto. Miles de muertos y millones de desplazados mientras la ONU se enreda en discursos.
Yemen, 2015 en adelante. Más de 300 mil civiles muertos. Niños muriendo de hambre bajo bombardeos patrocinados por Arabia Saudita y Emiratos. La ONU reparte ayuda, pero nunca sanciona a los patrocinadores porque son aliados de las potencias.
Congo, décadas de guerra. Millones de muertos en el corazón de África por minerales estratégicos. La ONU desplegó una de sus mayores misiones de paz pero fue incapaz de frenar matanzas, violaciones masivas y saqueo de recursos.
Sudán y Darfur. A comienzos de los 2000 más de 300 mil muertos y dos millones de desplazados. La ONU tardó años en llamar genocidio a lo que era evidente desde el primer día.
Siria, desde 2011. Guerra interminable, cientos de miles de muertos, millones de refugiados. Vetos cruzados en el Consejo convirtieron a la ONU en un parlamento paralizado mientras Alepo y Homs eran reducidas a escombros.
Afganistán. Cuatro décadas de invasiones, ocupaciones y guerras civiles. La ONU administró ayuda humanitaria pero nunca logró detener la destrucción. Terminó siendo invitada de piedra en el país más intervenido del planeta.
El listado podría seguir: el Congo, Sudán, Siria, Afganistán son solo parte de un archivo de sangre. Cada continente tiene su fosa común con la ONU mirando desde el palco. Ochenta años después la organización que nació para evitar guerras se convirtió en el notario de las matanzas.
El veneno del veto
El veto es la daga clavada en el corazón de la ONU. Con una sola mano levantada, un país puede silenciar a 190 naciones. No importa si el mundo entero condena una invasión, un bombardeo o un genocidio. Basta con que Estados Unidos, Rusia, China, Francia o Reino Unido digan “no” para que la justicia muera en la mesa del Consejo de Seguridad.
Ese mecanismo nacido en 1945 para calmar el ego de las potencias vencedoras de la guerra es hoy la parálisis institucional más cara de la historia. El veto no fue un error técnico, fue un privilegio escrito a fuego que convirtió a cinco países en dueños del destino del planeta.
Gracias al veto, Estados Unidos ha bloqueado más de 40 resoluciones contra Israel, blindando décadas de ocupación y matanzas en Palestina. Gracias al veto, Rusia puede justificar su invasión en Ucrania mientras sella con un dedo las condenas. Gracias al veto, China paraliza resoluciones sobre derechos humanos que afecten a sus intereses. Francia y Reino Unido también lo usaron en su momento defendiendo sus guerras coloniales disfrazadas de operaciones.
El resultado es grotesco. El órgano que debía garantizar la paz es un club de cinco miembros permanentes con derecho a la impunidad. Un club donde las guerras se deciden en función de negocios, alianzas y poder, no en función de justicia.
La ironía es brutal. La ONU nació como símbolo de democracia internacional pero su Consejo de Seguridad funciona como una monarquía medieval. Cinco reyes con derecho de veto frente a 190 vasallos sin poder real.
Ochenta años después el veto es la razón por la que la ONU fracasa en Gaza, en Ucrania, en Siria, en Yemen. No es que la ONU no pueda actuar, es que no la dejan actuar. No es un problema de falta de información ni de recursos, es un problema de arquitectura. Una institución secuestrada por cinco sillones no puede ser árbitro del mundo. Puede ser escenario de discursos pero nunca garante de justicia.
Lo que debía haber hecho y no hizo
La ONU no nació para redactar comunicados, nació para detener guerras, frenar genocidios y proteger a los pueblos indefensos. Y en ochenta años no lo hizo. Las acciones que debió emprender son tan claras como su ausencia.
Debió detener genocidios en tiempo real, no después de las masacres. En Ruanda, en Bosnia, en Darfur. Las tropas estaban ahí pero recibieron la orden de no intervenir. La ONU fue testigo armado que eligió la pasividad.
Debió impedir invasiones ilegales como la de Vietnam, Irak o Afganistán pero prefirió callar ante los imperios. Cuando la guerra la lanzaba una potencia con sillón permanente, la ONU desaparecía del mapa.
Debió proteger a pueblos indefensos como el palestino, sometido a ocupación y bombardeos por décadas. Cada resolución vetada fue una tumba más, cada silencio, una complicidad.
Debió sancionar a todos los agresores, no solo a los enemigos de turno. Condenó a unos dictadores mientras guardaba silencio con otros. Se ensañó con los débiles y toleró a los fuertes.
Debió crear un mecanismo real de intervención humanitaria, capaz de frenar matanzas aunque una potencia dijera lo contrario pero prefirió ser rehén del veto.
Debió romper con la dictadura del Consejo de Seguridad entregando más poder a la Asamblea General, donde los pueblos tienen voz. Pero nunca se atrevió a quitar privilegios a los cinco dueños del veto.
Debió defender el derecho de autodeterminación de todos los pueblos, desde el Sahara Occidental hasta Kurdistán, pero optó por la indiferencia. Los pueblos sin Estado siguen en el limbo porque a las potencias no les conviene reconocerlos.
Debió prohibir la carrera armamentista, condenar la producción masiva de armas nucleares, biológicas y químicas. En cambio toleró que los fabricantes de muerte se sentaran en sus mesas de negociación y hasta presidieran comités de desarme.
Debió garantizar un sistema de justicia internacional independiente, donde los crímenes de guerra fueran castigados sin importar quién los cometiera. Pero el Tribunal Penal Internacional es selectivo y la impunidad es la norma para los poderosos.
Debió convertirse en refugio para los más pobres, asegurando alimentos, salud y educación como derechos universales. En cambio permite que el hambre mate a millones mientras se gastan trillones en armas.
La ONU debía ser árbitro y fue comentarista, debía ser guardiana y fue testigo, debía ser escudo y fue excusa. El problema no fue falta de recursos ni de personal, fue falta de coraje político. Prefirió obedecer a los poderosos antes que defender a la humanidad.
Los cambios urgentes
Si la ONU quiere sobrevivir a sus 80 años no necesita maquillaje ni discursos conmemorativos, necesita cirugía mayor. Los cambios son claros, no requieren filósofos sino coraje.
Debe eliminar el veto. Ningún país puede tener el derecho divino de bloquear la justicia. Ese privilegio medieval es la raíz de todas las parálisis. O se acaba el veto o se acaba la ONU como institución creíble.
Debe transformar el Consejo de Seguridad en un Consejo de Justicia Global, con representación rotativa y paritaria de todas las regiones. Ninguna potencia puede sentarse de manera permanente sobre los destinos del planeta. El poder debe circular, no estancarse en cinco sillones.
Debe dotar de dientes al Tribunal Penal Internacional para que juzgue crímenes de guerra sin mirar banderas. Que un presidente de potencia nuclear y un dictador africano tengan el mismo deber de responder ante la justicia. La impunidad selectiva es el cáncer de la ONU.
Debe asegurar financiamiento independiente, no depender de los cheques de quienes luego exigen obediencia. Una organización financiada por las potencias se convierte en sirvienta, no en juez.
Debe tener capacidad de intervención humanitaria inmediata, sin esperar autorizaciones eternas. Cuando hay un genocidio no se necesitan comités ni semántica, se necesitan cascos azules con mandato de proteger, no de observar.
Debe dar poder real a la Asamblea General, el único órgano donde todos los países están en pie de igualdad. Hoy sus resoluciones no obligan a nada. Deben convertirse en ley global vinculante para que la voz de 190 naciones no valga menos que el dedo levantado de un solo país.
Debe abrirse a la ciudadanía global. Movimientos sociales, pueblos indígenas, organizaciones de derechos humanos deben tener representación institucional, no solo discursos de invitados. Una ONU sin pueblo es una ONU sin alma.
Debe prohibir el tráfico y la producción masiva de armas, condenar a los fabricantes de muerte y expulsar de sus comités a las potencias que viven de la industria bélica. Una organización que quiere la paz no puede ser rehén de los vendedores de guerra.
Debe crear mecanismos de justicia climática para sancionar a quienes contaminan el planeta y obligar a los Estados a cumplir compromisos ambientales. No se puede hablar de paz cuando el futuro de la humanidad se derrite en silencio.
Debe garantizar la protección de minorías y pueblos sin Estado, como el Sahara Occidental, Kurdistán o los rohinyás que hoy sobreviven en el olvido. La ONU no puede seguir siendo un club de naciones reconocidas, debe ser la casa de los sin voz.
Debe ser capaz de intervenir contra dictaduras y regímenes represivos aunque cuenten con el apoyo de potencias. Defender la libertad no puede ser selectivo, debe ser universal o no es defensa de nada.
Ochenta años después la ONU tiene dos caminos, la reforma radical o irrelevancia. Lo demás es retórica vacía.
Filosofía e ironía de un cumpleaños incómodo
La ONU cumple 80 años y quiere celebrarlo con discursos, tortas diplomáticas y balances llenos de cifras amables. Pero detrás de los aplausos están los cementerios abiertos. ¿Qué se celebra exactamente? ¿El haber sobrevivido como edificio burocrático mientras millones murieron bajo su mirada impotente?
La ironía es brutal. Una organización que se fundó para impedir la guerra ha asistido a más de 250 conflictos armados en ocho décadas. Se creó para detener genocidios y terminó pidiendo disculpas después de cada masacre. Se suponía que iba a ser árbitro imparcial y terminó siendo escenario de potencias que hablan de paz con una mano y venden armas con la otra.
El cumpleaños 80 de la ONU no es un aniversario solemne, es un examen moral. La filosofía detrás de su creación fue clara: un pacto de humanidad frente al horror. Pero esa filosofía se fue corrompiendo con vetos, privilegios y cobardías. Hoy la ONU es más archivo que escudo, más notario que juez, más observador que protector. Una institución que conmemora lo que debió hacer y nunca hizo.
La ONU celebra en Nueva York con banderas y corbatas, mientras en Gaza los niños siguen muriendo bajo bombas que nunca condenó con fuerza. Celebra en auditorios iluminados mientras en Ucrania millones de refugiados huyen sin saber si volverán a sus casas. Celebra su longevidad, no su eficacia.
Ochenta años después la ONU es la caricatura de sí misma. No es el parlamento de la humanidad, es el eco vacío de discursos que nadie escucha. Se parece más a un museo de promesas rotas que a un guardián de justicia. Exhibe vitrinas de derechos humanos mientras en la sala de al lado se negocia quién podrá bombardear sin castigo.
Lo más irónico es que muchos siguen hablando de ella como “la esperanza de la humanidad”. Pero la humanidad ya no espera nada, la gente mira a la ONU con la misma fe con que se mira un semáforo apagado: está ahí pero no ordena nada. Está de pie pero no evita choques.
Una ONU nueva o nada
Ochenta años después la ONU está frente a su última oportunidad. O se transforma en el escudo real de la humanidad o quedará como la burocracia más costosa y más inútil de la historia. No necesitamos un archivo de resoluciones, necesitamos una institución que salve vidas.
La ONU debe renacer sin vetos ni privilegios, con la fuerza moral de representar a todos los pueblos y no solo a cinco sillones permanentes. Debe ser capaz de decirle “no” a las potencias cuando violen la justicia y “sí” a los débiles cuando pidan protección. Debe convertirse en tribunal de verdad, en refugio de quienes no tienen voz, en garante de que ningún niño vuelva a morir bajo bombas mientras se discuten comités en Nueva York.
El futuro de la humanidad exige una ONU distinta y es una que castigue crímenes sin mirar banderas, que sancione invasiones aunque las ordene un poderoso, que actúe rápido cuando el genocidio asoma y que ponga la vida por encima de la geopolítica. Una ONU que no tema expulsar a quienes comercian con la muerte ni callar frente a los fabricantes de guerras.
Lo que está en juego no es solo la credibilidad de una institución, es la herencia que dejaremos a nuestros hijos. ¿Les entregaremos un planeta regido por la ley del más fuerte o un mundo con un árbitro justo? ¿Una ONU decorativa o una ONU que valga la pena?
El aniversario 80 no debe ser un brindis hipócrita, debe ser un acto de rebeldía moral. O la ONU muere como testigo pasivo de la barbarie o nace de nuevo como garante de la justicia universal, no hay tercera opción. La humanidad no necesita un notario, necesita un guardián.
Nota
Los Gastos del Sistema completo de la ONU (incluye fondos, programas y agencias) en 2022, el sistema completo de la ONU tuvo gastos totales de alrededor de USD 67,4 mil millones, incluyendo agencias especializadas e iniciativas voluntarias.