miércoles 27 de agosto de 2025 - Edición Nº2457

Internacionales | 27 ago 2025

Riquezas; a cambio de Despojos.

Colombia, del oro al petróleo

09:53 |No fue el oro el que destruyó a Colombia. Fueron los españoles. No vinieron sabios ni artistas, vinieron brutos y hambrientos. Soldados sin patria, campesinos sin tierra, pobres de solemnidad enviados por una monarquía en ruinas a encontrar riqueza ajena.


Por: Mauricio Herrera Kahn. Fuente:Agencia Pressenza

“Colombia exporta oro, carbón y petróleo, pero importa pobreza y despojo.”

No fue el oro el que destruyó a Colombia. Fueron los españoles. No vinieron sabios ni artistas, vinieron brutos y hambrientos. Soldados sin patria, campesinos sin tierra, pobres de solemnidad enviados por una monarquía en ruinas a encontrar riqueza ajena. No cruzaron el Atlántico para construir. Cruzaron para arrasar.

Desembarcaron sucios, violentos y armados. No traían ciencia ni justicia, traían piojos, pólvora y crucifijos.
Ni siquiera sabían leer ni escribir, pero aprendieron rápido las palabras “oro”, “mina”, “castigo” y “esclavo”. A cambio, quemaron templos, destruyeron lenguas, arrasaron familias y torturaron sabidurías milenarias que jamás entendieron.

No fue una conquista. Fue una operación sistemática de saqueo, exterminio y borrado. Vinieron a violar, someter, esclavizar. La Iglesia no llegó a salvar almas, sino a bendecir cadenas.
El Virreinato no fue gobierno, sino verdugo. La historia oficial, una gran mentira con tinta europea.

No lo hicieron en un mes ni en un año. Lo hicieron durante siglos, arrinconando pueblos enteros, esclavizando niños y mujeres, contaminando ríos y asesinando culturas. De los seis millones de indígenas que vivían en lo que hoy llamamos Colombia, apenas sobrevivió una fracción. La mayoría fue asesinada, diezmada por trabajos forzados, o convertida en sombra.

El inicio del saqueo

El saqueo comenzó oficialmente en 1499, cuando el navegante Alonso de Ojeda llegó a lo que hoy es La Guajira. Venía acompañado por el cartógrafo Juan de la Cosa y un joven que acabaría manchando toda América con su nombre: Américo Vespucio. El primer acto fue criminal: raptaron indígenas Wayuu para venderlos como esclavos en las Antillas. Ese fue el inicio, un ataque disfrazado de exploración. Un secuestro con bandera cristiana. Una invasión sin retorno.

Y no basta decir que fue hace cinco siglos. El oro que sacaron aún reposa en bancos europeos. Las montañas que perforaron siguen siendo minas activas bajo control extranjero. El crimen no ha prescrito, solo ha mutado. Hoy el saqueo lleva corbata, pero sigue siendo colonialismo.

Esta columna no pretende ser neutra. No es relato, es grito. No es historia, es memoria activa. Una acusación contra el imperio que vino a destruirnos y contra todos los que callaron.

Hoy, por fin, se escribe en nombre de los que no tuvieron tumba ni perdón.

Antes de 1500. El mundo que ya existía

Colombia no nació en 1499. Dos mil años antes, ya existía. Antes del nombre, ya tenía alma. Antes de los mapas, ya tenía caminos. Antes de los invasores, ya tenía historia.

Los pueblos originarios no vivían en tinieblas esperando ser descubiertos. Vivían en equilibrio, sobre selvas, ríos, montañas y llanuras que entendían como parte del cuerpo.

Más de 80 etnias diferentes habitaban el actual territorio colombiano antes de la llegada de los españoles. Algunas de ellas llevaban más de 3.000 años desarrollando sistemas agrícolas, rituales funerarios, redes de comercio y jerarquías sociales complejas. No eran tribus aisladas. Eran civilizaciones.

Los Muiscas, por ejemplo, eran casi un millón de personas asentadas en la sabana de Bogotá. Cultivaban papa, maíz y quinoa, tejían mantos de algodón con dibujos sagrados y tenían un calendario solar preciso.

Los Zenúes diseñaron una red hidráulica de más de 500 kilómetros de canales en los actuales departamentos de Córdoba y Sucre, y crearon una joyería fina que aún hoy se replica.

Los Taironas, en la Sierra Nevada, construyeron centros urbanos de piedra, escalinatas monumentales, observatorios astronómicos y terrazas agrícolas en armonía con la montaña.

Los Quimbayas fundían oro para esculpir figuras de alto simbolismo religioso.

Los Wayuu, Pijaos, Panches, Emberá, Inga, Pastos, Arhuacos, Koguis, Siona, Cofán, Cubeos, Desanos y decenas más tenían sus propias lenguas, normas y creencias.

No hablaban español. Hablaban muysccubun, kuiná, kogi, wayuunaiki, emberá-bedea, tucano oriental. No conocían a Jesús. Adoraban al Sol (Sué), la Luna (Chía), el agua, la montaña y los antepasados. Creían que todo lo vivo tenía espíritu. No temían a un infierno, temían desequilibrar el mundo.

Los muertos eran enterrados con mantos, cerámicas y semillas. No para que se pudrieran, sino para que regresaran a la tierra con dignidad. Las tumbas eran cámaras circulares, con ofrendas para el viaje. No había purgatorio. Había continuidad.

Los sistemas políticos indígenas no eran desordenados ni arbitrarios. El zipa y el zaque en el altiplano muisca gobernaban con autoridad ritual.  En los Tairona, los mamos eran guías espirituales y matemáticos. En el Amazonas, los caciques tomaban decisiones colectivas tras consultar a los ancianos.

No eran pueblos sin escritura. Escribían en tejidos, en piedras, en la memoria oral. No eran pueblos sin ciencia. Dominaban la rotación de cultivos, la medicina herbolaria, la astronomía empírica, la arquitectura natural. No eran pueblos sin religión. Tenían templos, normas, y rituales de profundo contenido ético.

La actual Colombia precolombina no era un lugar a descubrir, era una civilización a respetar. Y lo que vino después, no fue el descubrimiento, fue la aniquilación.

1500 a 1600. Oro, sangre y exterminio

Desembarcaron con cruces, espadas y una orden clara: encontrar oro. Donde hubiera oro, debía haber castigo.
Y lo hubo.

En 1502, Rodrigo de Bastidas llegó a Santa Marta. En 1525, los españoles fundaron la ciudad sobre las ruinas de asentamientos tayronas. En 1533, Pedro de Heredia fundó Cartagena, tras asesinar a los indígenas del Sinú.
Ese mismo año, Gonzalo Jiménez de Quesada se internó en el altiplano cundiboyacense. Lo hizo con 900 hombres armados, movido por los rumores de una civilización rica en oro y sal, los Muiscas.

No venía a fundar un país, venía a vaciarlo.

El mito de El Dorado no era un error, era una excusa. Los muiscas bañaban a sus jefes en polvo de oro como símbolo sagrado. Para ellos, el oro no era riqueza. Era ceremonia. Para los españoles, era botín.

Entre 1537 y 1540, se calcula que más de 200 toneladas de oro fueron extraídas a la fuerza del altiplano andino. Solo entre 1540 y 1550, los galeones enviados desde Cartagena transportaron a Sevilla un promedio de 15 a 20 toneladas anuales de oro y plata, según archivos de la Casa de Contratación de Indias.

Los Zenúes fueron exterminados. Los Muiscas reducidos de casi un millón a menos de 100 mil en tres décadas. Los Pijaos, Arhuacos, Panches, Calimas, Quimbayas y Taironas fueron cazados, evangelizados a golpes, o arrojados desde peñascos por resistirse. Se estima que entre 1500 y 1600, murieron más de tres millones de indígenas en lo que hoy es Colombia por hambre, por tortura, por enfermedades traídas por los invasores, y por trabajos forzados en las minas y encomiendas.

Las encomiendas no eran ayuda, sino esclavitud con sotana. Los indígenas eran “encomendados” a un colono español que los hacía trabajar a cambio de “enseñarles la fe”. Morían a los 30 años con el cuerpo destruido y el alma rota. El oro que sacaban no era para ellos. Era para pagar las deudas del rey, financiar guerras en Europa y mantener a la Iglesia.

Entre 1500 y 1600, España se llevó de Colombia mas de 320 toneladas de oro, equivalente a más de 21.000 millones de dólares actuales, más de 700 toneladas de plata, valorizadas hoy en más de 18.500 millones de dólares, más de miles de piezas de orfebrería indígena fundidas sin piedad y toneladas de sal, esmeraldas, algodón, cacao, resinas, pieles, maderas finas y cuerpos humanos.

Hubo un estimado de más de 3 millones de indígenas muertos, principalmente de las etnias muisca, tayrona, quimbaya, zenú, pijaos, calima y sinú. Las lenguas musical, tayronas, zenúes y quimbayas fueron casi extinguidas.
Los templos fueron derrumbados, las mujeres violadas, los caciques ejecutados en público, los niños forzados a servir a los curas. Y la resistencia fue ahogada en sangre.

1600 a 1700

El siglo XVII fue el tiempo en que el saqueo se institucionalizó. La Corona española convirtió a la Nueva Granada en una máquina de extracción de oro. Los ríos de Antioquia, Chocó y Cauca se llenaron de esclavos africanos arrancados de sus tierras y forzados a morir bajo la fiebre amarilla, el paludismo y el látigo. Las comunidades indígenas que habían sobrevivido al primer siglo de exterminio fueron reducidas a encomiendas y repartimientos, obligadas a entregar su fuerza de trabajo sin recibir más que hambre y enfermedad.

España no construyó un país, construyó una mina. Bogotá apenas era un centro administrativo al servicio del saqueo. El oro era fundido, marcado con el sello real y enviado en flotas custodiadas por cañones rumbo a Sevilla. Cada gramo que se llevaba equivalía a generaciones enteras de vidas quebradas. La riqueza que hoy se exhibe en las iglesias barrocas de Quito, Lima y Sevilla nació del sudor y de la sangre de los mineros esclavizados en Colombia.

Mientras tanto, la tierra se repartía entre encomenderos y hacendados que comenzaban a acumular poder local. Nacía una oligarquía criolla que aprendió bien la lección de la metrópoli: la riqueza no estaba en producir sino en exprimir. El campo se organizó en haciendas que absorbían tierras comunales y esclavizaban tanto a indígenas como a africanos. El hambre del imperio era insaciable y la Nueva Granada se convirtió en su granero de metales preciosos, a costa de un pueblo que apenas sobrevivía bajo el peso de la cruz y de la espada.

Y si todo eso no bastaba, los encomenderos empezaron a importar esclavos africanos para reemplazar a los pueblos que ya no podían trabajar de tanto morir. La esclavitud indígena fue solo el primer ciclo.

Durante el siglo XVII, los españoles extrajeron de Colombia al menos 450 toneladas de oro, mayoritariamente desde las regiones de Antioquia, Chocó y Santa Fe. Si llevamos esa cifra al valor actual (julio 2025), con un promedio de 70.000 USD por kilo, hablamos de un saqueo equivalente a 31.500 millones de dólares solo en oro.

Además, se estima que fueron extraídas unas 6.000 toneladas de plata, especialmente en el actual departamento de Nariño, con destino directo a Cartagena y luego a Sevilla. A precios actuales de mercado, estimados en 900 USD por kilo, el valor de la plata saqueada supera los 5.400 millones de dólares.

Junto a los metales preciosos, los españoles también explotaron grandes volúmenes de esmeraldas, especialmente de las minas de Muzo y Chivor, con una producción estimada para ese siglo de más de 100 millones de quilates, de los cuales al menos 40 millones fueron enviados a Europa. Valuados conservadoramente en 300 USD por quilate, este saqueo suma otros 12.000 millones de dólares.

A ello se suma la explotación de maderas preciosas como el ébano, el palo brasil y el cedro, exportadas principalmente por vía fluvial desde los valles del Magdalena y el Atrato. Aunque sin registro preciso en toneladas, se estima un valor acumulado superior a 1.500 millones de dólares por el volumen comercial enviado en galeras reales.

Finalmente, no hay que olvidar la explotación de perlas en las costas del Caribe colombiano, especialmente en La Guajira y el Archipiélago de San Andrés, con un valor estimado en la época que hoy equivaldría a más de 500 millones de dólares, considerando los volúmenes registrados en Cartagena.

El total estimado del saqueo español en Colombia durante el siglo XVII, en valores actuales, ascendería a 50.900 millones de dólares.

El siglo de la resistencia invisible

Si el siglo anterior fue el del saqueo sistemático, el siglo XVIII fue el de la resistencia acallada. Los pueblos indígenas que aún sobrevivían al genocidio español, empobrecidos, reducidos y dispersos, comenzaron a organizarse en formas silenciosas de resistencia: fugas masivas, asentamientos ocultos, lenguas preservadas en secreto, rituales nocturnos, y sobre todo, la negativa a morir del todo. Porque el exterminio no terminó con la espada. Continuó con los impuestos, con los castigos, con el trabajo forzado, con la negación del alma.

Los españoles ya no necesitaban conquistar más territorios. Los tenían. Ahora necesitaban mano de obra esclava para seguir extrayendo riquezas. Y así, mientras el oro de Antioquia seguía fluyendo hacia Sevilla, miles de indígenas eran obligados a trabajar en minas, en haciendas, en ingenios azucareros y en rutas de transporte. A ellos se sumaron los esclavos africanos, traídos por barcos negreros financiados por la corona española y también por comerciantes ingleses, franceses y portugueses. La trata de esclavos se convirtió en una industria paralela al saqueo minero.

Las etnias Wayúu, Zenú, Muisca, Kankuamo, Yukpa y Embera siguieron sufriendo los abusos del sistema colonial. Algunas lograron ocultarse en zonas remotas. Otras fueron diezmadas por enfermedades, castigos o directamente asesinadas por encomenderos y autoridades virreinales. Se calcula que durante este siglo murieron más de 700.000 indígenas colombianos, producto de condiciones de trabajo infrahumanas, castigos, enfermedades y ejecuciones sumarias. Ninguno de esos crímenes fue juzgado, ninguna tumba respetada. Mientras tanto, el saqueo no se detenía.

Cifras duras del saqueo colonial (1700–1800)

Durante el siglo XVIII, el saqueo español en Colombia mantuvo su ritmo con una nueva organización administrativa más eficiente para la extracción. Se calcula que fueron extraídas al menos 500 toneladas adicionales de oro, equivalentes hoy a más de 35.000 millones de dólares. La producción de plata aumentó a 7.000 toneladas, lo que equivale a 6.300 millones de dólares.

Las esmeraldas siguieron siendo un tesoro oculto. Se enviaron a Europa más de 25 millones de quilates, valorados en unos 7.500 millones de dólares. La explotación de maderas preciosas se expandió hacia el sur y centro del país, con un valor total estimado en 2.000 millones de dólares. A esto se suman las perlas, sal y productos agrícolas como cacao, tabaco y añil, exportados por la corona con beneficios que hoy equivaldrían a 4.000 millones de dólares más.

Una estimación del total saqueado por los españoles en Colombia durante el siglo XVIII suma, a valores actuales, unos 54.800 millones de dólares

1800 a 1900

La independencia no trajo libertad, solo cambió de amo.

Colombia se “liberó” en 1810. Pero para los pueblos originarios, nada cambió. Para los afrodescendientes, nada mejoró. La esclavitud continuó hasta 1851. Las tierras robadas por los encomenderos no fueron devueltas y las minas siguieron en manos privadas. Los indígenas, a quienes se había prometido redención, siguieron siendo carne de cañón, peones de hacienda, mano de obra barata y objetivo militar.

Los criollos que encabezaron la independencia no luchaban por el pueblo, luchaban por el poder. Querían reemplazar a los virreyes por presidentes, pero sin cambiar el sistema. El saqueo del oro, la plata y la sal continuó, solo que ahora con banderas nacionales y discursos republicanos. Donde antes estaba la corona española, ahora estaba la aristocracia criolla. Donde antes estaban las órdenes del rey, ahora estaban los intereses de las oligarquías locales.

Entre 1820 y 1890, Colombia exportó más de 12.000 toneladas de oro, casi todo extraído por afrodescendientes en condiciones infrahumanas en Chocó, Antioquia y Cauca. La mayoría murió sin nombre, sin salario, sin derechos. Las minas del río Cauca mataron más que las guerras civiles.

Los pueblos indígenas sufrieron desplazamientos masivos en los Andes, en la Sierra Nevada, en el Putumayo. Las comunidades Nasa, Kogi, Wayuu y Embera fueron reducidas, arrinconadas, acusadas de “atraso” y obligadas a pagar tributos incluso después de la independencia. En 1861, la ley de “Terrenos Baldíos” permitió legalmente el despojo de millones de hectáreas indígenas en nombre del desarrollo agrícola. El Estado colombiano institucionalizó el despojo.

Algunos se rebelaron. En 1839, en Pasto, indígenas quillacingas y campesinos pobres se levantaron contra el centralismo liberal que quería quitarles sus tierras, pero fueron aplastados. En 1880, comunidades Kankuamas intentaron recuperar sus territorios en la Sierra Nevada y fueron asesinadas por el ejército. La República no los protegió, los reprimió.

Las materias primas saqueadas durante el siglo XIX fueron muchas: Más de 12.000 toneladas de oro, por un valor estimado de USD 24.000 millones a precios actuales, más de 50 millones de quilates de esmeraldas, extraídas principalmente de Muzo y Chivor, por un valor superior a USD 15.000 millones.

Más de 2 millones de toneladas de sal, esenciales para la economía colonial y criolla fueron saqueadas del altiplano cundiboyacense, y más de un millón de toneladas de tabaco y al menos 800 mil toneladas de café cultivadas, que empezaron a abrir la senda exportadora sin retribución justa a los campesinos ni a los indígenas despojados de sus tierras

El auge del caucho en la Amazonía colombiana, especialmente entre 1880 y 1900, significó no solo ganancias millonarias para empresas extranjeras, sino también el exterminio sistemático de comunidades indígenas en el Putumayo y el Caquetá. Carbón, platino, maderas nobles, quina y pieles fueron también saqueadas en silencio, sin ninguna compensación histórica.

Se estima que al menos 250.000 personas indígenas murieron directa o indirectamente durante este siglo a causa del trabajo forzado, enfermedades, matanzas, desplazamientos, pérdida de territorios, hambre y violencia estructural. La mayoría eran de las etnias Kogi, Nasa, Embera, Sikuani, Uitoto, Inga, Pasto, Kankuamo, entre muchas otras.

El siglo XIX fue un siglo de falsa libertad. Los españoles ya no estaban, pero el saqueo seguía. Solo que ahora, hablaba castellano sin acento.

1900 a 1950

El siglo XX comenzó con sangre y terminó con silencio.

Colombia entró al siglo XX todavía repartida entre terratenientes, bananeras y gobiernos serviles. La independencia ya era historia, pero la libertad seguía ausente. En 1928, la United Fruit Company ordenó disparar a sus propios trabajadores en huelga y el Estado colombiano obedeció.

La Masacre de las Bananeras, ocurrida en Ciénaga, Magdalena, dejó entre 1.000 y 3.000 trabajadores muertos, según diversas fuentes. Aún no hay cifra oficial ni justicia verdadera. El crimen fue ordenado desde oficinas en Boston, ejecutado por el ejército colombiano y silenciado por la prensa de la época. El mensaje era claro: las frutas valían más que la vida.

Mientras tanto, en el sur, en el Putumayo amazónico, la Casa Arana, empresa anglo-peruana con capital británico, esclavizaba a los pueblos Uitoto, Bora, Ocaina y Muinane para extraer caucho. Se estima que más de 40.000 indígenas murieron entre 1900 y 1920 por torturas, mutilaciones, violaciones, trabajos forzados y hambre. Era un genocidio lento, a veces más brutal que el de los siglos coloniales. Todo para abastecer la fiebre del caucho en Europa y Estados Unidos.

En los Andes, la minería de oro y sal siguió controlada por compañías extranjeras. En Antioquia, capitales canadienses y estadounidenses controlaban la producción, mientras los mineros colombianos morían por silicosis o derrumbes. En Boyacá, los obreros del salado de Zipaquirá eran explotados por el Estado y por contratistas privados, sin derechos laborales, sin sindicatos reales, sin voz.

Las cifras del saqueo entre 1900 y 1950 son escandalosas: Más de 15 millones de toneladas de banano exportadas, principalmente por la United Fruit Company, por un valor actual de USD 12.000 millones, mientras los campesinos vivían sin agua potable ni escuelas, más de 200.000 toneladas de caucho amazónico, valuadas en más de USD 6.000 millones actuales, extraídas con sangre indígena del Putumayo.

A lo que se agregan más de 5 millones de toneladas de café, que ya empezaban a posicionar a Colombia como potencia exportadora, sin que los pequeños productores ni las comunidades rurales vieran mejoras reales.

Oro, platino y esmeraldas continuaron fluyendo hacia EE.UU., Inglaterra y Suiza, con al menos 8.000 toneladas de oro exportadas por un valor estimado de USD 16.000 millones.

La explotación de sal, carbón, maderas preciosas, algodón y tabaco continuó como parte de la “economía de enclave”, donde las ganancias eran extranjeras y las pérdidas eran colombianas.

En total, se calcula que al menos 400.000 personas murieron o fueron desplazadas durante esta primera mitad del siglo XX a causa del trabajo forzado, represión estatal, masacres laborales, enfermedades inducidas por el abandono, y la constante pérdida de territorio de comunidades indígenas y afrocolombianas.

La bandera había cambiado y el himno era otro. Pero los muertos eran los mismos.

1950 a la fecha

El siglo XXI empezó con petróleo, coca y sangre. Y la herida no ha cerrado.

Desde 1950 en adelante, Colombia dejó de ser solo tierra de oro, café y esmeraldas y se volvió botín de guerra. En nombre del desarrollo llegaron nuevas multinacionales, pero también nuevas formas de despojo. Las armas reemplazaron al látigo, pero el resultado fue el mismo: pueblos desplazados, selvas destruidas, millones de muertos.

La violencia partidista entre liberales y conservadores dejó más de 300.000 muertos entre 1948 y 1958. Luego vinieron las guerrillas, los paramilitares, el narcotráfico y la guerra total. Más de 9 millones de colombianos han sido desplazados forzosamente, y al menos 450.000 civiles asesinados desde 1960 a la fecha, según la Comisión de la Verdad. La mayoría eran campesinos, indígenas, afros, líderes sociales. Los de siempre.

Mientras tanto, las riquezas naturales seguían su curso hacia el norte: Colombia exportó más de 4.000 millones de barriles de petróleo entre 1980 y 2023, con ingresos brutos que superan los USD 240.000 millones, en manos de Ecopetrol, pero también de ExxonMobil, Oxy, BP y Chevron.

La mina de Cerrejón, en La Guajira, controlada durante décadas por Glencore y Anglo American, ha exportado más de 1.200 millones de toneladas de carbón, por un valor acumulado superior a USD 70.000 millones. Todo mientras las comunidades wayuu morían de sed a metros de la mina.

La fiebre del oro revivió con empresas como Gran Colombia Gold, Zijin Mining y otras. Solo entre 2010 y 2023 se extrajeron más de 500 toneladas, con ingresos estimados por USD 30.000 millones, mientras miles de mineros informales murieron sin contrato y las fuentes hídricas quedaron envenenadas con mercurio.

Las esmeraldas más bellas del mundo siguen saliendo de Boyacá. Pero su rastro está marcado por las mafias, el paramilitarismo y una violencia que dejó más de 3.000 muertos solo en las guerras de esmeraldas de los años 80 y 90.

El saqueo cambió de nombre, pero no de forma. Hoy lo llaman inversión extranjera, pero los contratos siguen entregando exenciones tributarias, zonas francas, y permisos ambientales exprés a empresas mineras, energéticas, forestales, y hasta a corporaciones digitales que extraen datos como antes se extraía oro.

Y todo mientras al menos 100 etnias indígenas continúan bajo amenaza de extinción física o cultural, según la ONIC. De los 102 pueblos indígenas reconocidos, 35 ya han perdido más del 50% de su territorio ancestral y más del 30% de su población.

El mapa cambió, la bandera cambió, pero el despojo sigue.

El oro se fue, la sangre quedó

Lo llamaron descubrimiento, pero fue asalto. Lo llamaron conquista, pero fue exterminio. Lo llamaron civilización, pero fue genocidio. Colombia no fue descubierta, fue violada. Y lo que vino después no fue un proceso histórico, fue una masacre sostenida, primero con espada, luego con empresas, y siempre con impunidad.

El oro de los muiscas, la sal de los tunebos, el sudor de los emberá, la vida entera de los zenúes. Todo fue arrancado, fundido, vendido, exportado. Lo que no se llevaron en barcos lo enterraron en fosas comunes. Lo que no borraron con fuego lo destruyeron con leyes. Y si algo quedó, lo explotaron en nombre del mercado.

Hoy, en 2025, todavía hay niños wayuu que mueren de sed, líderes indígenas asesinados cada semana, lenguas que se apagan sin que nadie escuche. Y en las vitrinas de Europa siguen brillando las joyas de ese oro robado. El saqueo no terminó, solo cambió de nombre. Ya no vienen en carabelas, ahora llegan en trajes de minería verde, tratados de libre comercio y ONG disfrazadas de ayuda.

Pero la memoria persiste. En cada canto ancestral, en cada guardia indígena, en cada madre que defiende su río, está la dignidad de los que no se rindieron. No pudieron matar a todos. No podrán silenciarlos para siempre.

La historia de Colombia no se mide en toneladas de oro. Se mide en millones de vidas que la Corona española pisoteó y en cientos de pueblos que aún resisten. Y esta columna, como las que vendrán, no es solo un relato. Es un acto de justicia.

El saqueo fue en nombre del rey, pero se logró sacrificando y exterminando a los pueblos originarios de Colombia….

 

Bibliografía y fuentes de referencia

Galeano, Eduardo. Las venas abiertas de América Latina. Siglo XXI, 1971.

Bakewell, Peter. Historia de la minería en América Latina. Fondo de Cultura Económica.

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Ocampo, José Antonio. Historia económica de Colombia. Planeta.

Kalmanovitz, Salomón. Nueva historia económica de Colombia. Taurus, 2010.

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DANE. Estadísticas históricas del comercio exterior de Colombia.

Federación Nacional de Cafeteros. Series de producción y exportación, 1927–2025.

UPME (Unidad de Planeación Minero-Energética). Anuarios minero-energéticos.

Analdex. Boletines de comercio exterior, 2010–2025.

Reuters, Energy News, El Colombiano, Finance Colombia. Reportes sobre exportaciones y materias primas, 2024–2025.

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