Dentro de los avances más trascendentes impulsados por la presidenta Claudia Sheinbaum, la creación del Corredor Biocultural de la Gran Selva Maya trasciende las fronteras de México, Guatemala y Belice. Con la firma del acuerdo, el 15 de agosto de 2025, se protege un territorio de 5,7 millones de hectáreas de selva tropical. No es un número frío: es un país entero como Croacia, es más de 110 veces la Ciudad de México, es la potencia vital de 28 parques Yellowstone concentrados en un solo pulmón verde.
La magnitud de esta iniciativa no reside solo en sus cifras, sino en su visión. Es un acto político que recuerda lo esencial: tener oxígeno, agua, vida y biodiversidad es infinitamente más valioso que tener petróleo. En un mundo marcado por la voracidad extractiva y la crisis climática, esta decisión de largo plazo coloca a la región en una senda distinta: la de la cooperación ambiental, la de la defensa del planeta como bien común, la de la mirada holística que entiende que lo humano y lo natural son inseparables.
La Selva Maya no es solo el hábitat de miles de especies y el hogar ancestral de comunidades mayas; es también un reservorio de agua dulce y un productor de oxígeno que beneficia a toda la humanidad. Protegerla significa reducir los gases de efecto invernadero, mantener corredores biológicos vivos y ofrecer garantías de futuro a las próximas generaciones. No es una acción local: es una iniciativa generosa que impacta al planeta entero.
Este pacto trinacional marca además un precedente regional. América Latina ha sido históricamente arrastrada a la disputa por materias primas: cobre, litio, hidrocarburos. El mensaje que emite este corredor es disruptivo y profundamente político: la verdadera riqueza no está bajo tierra, sino sobre ella, en la capacidad de preservar el aire, el agua y la vida que sostienen el mundo. En tiempos en que las potencias globales justifican guerras por energía fósil, México, Guatemala y Belice se atreven a decir que la riqueza del siglo XXI es verde, comunitaria y compartida.
El corredor de la Selva Maya es, en última instancia, un triunfo civilizatorio. Asegura que, por una vez, la política se escriba con la tinta de la esperanza y no con la del despojo. Y nos recuerda que cuando los gobiernos piensan en grande, no solo ganan sus pueblos: gana la humanidad entera.
Y quizá dentro de cien años, cuando los niños del mundo respiren el oxígeno de esta selva aún viva, alguien dirá que hubo un día en que tres países del sur global decidieron proteger la eternidad. Y que ese día, en medio de la crisis y la desesperanza, América Latina enseñó al planeta que sembrar futuro es el acto más revolucionario de todos.