

Por: Mauricio Herrera Kahn. Fuente:Agencia Pressenza
Ebenopsis_Ebano_Matamoros (Imagen de Wikipedia)
Kapuscinski lo escribió con polvo y sangre: África no es un mapa, es un grito que aún retumba contra el saqueo.
África es la cuna de la humanidad, allí caminaron los primeros hombres, ardió la chispa de la vida que se expandió por el planeta. Pero también es el continente más saqueado de la historia. Desde hace quinientos años el mundo la mira no como origen sino como botín. Sus montañas de oro, sus ríos de diamantes, sus bosques de ébano y sus cuerpos convertidos en mercancía marcaron la riqueza de otros y la ruina propia.
Kapuściński lo contó en Ébano. África no es un mapa, es un grito, un continente desgarrado por guerras, dictaduras, hambrunas, migraciones y saqueos interminables. Su relato no es historia lejana, es la memoria viva de un continente convertido en campo de pruebas del colonialismo más brutal. Europa la dividió con regla y compás en Berlín. Estados Unidos y la Unión Soviética la usaron como tablero en la Guerra Fría. Hoy China, Rusia y las corporaciones globales la exprimen con contratos, deudas y bases militares.
África es la paradoja perfecta. Posee más del treinta por ciento de los recursos naturales del planeta pero concentra a los más pobres del mundo. Es un continente que sostiene la modernidad ajena con su miseria propia.
La denuncia queda expuesta: África no fue descubierta, fue traicionada. No fue liberada, fue encadenada de nuevo con deudas y tratados. No fue olvidada, fue silenciada en discursos que llaman ayuda a lo que siempre fue saqueo.
Ébano. Decía Kapuściński que África no es un lugar que se observa desde lejos, es un espacio que obliga a vivirlo con el cuerpo entero. Allí el periodista dejó de ser testigo para convertirse en parte de la historia. No era solo un escritor, era un ser humano entre millones de seres humanos que luchaban por sobrevivir cada día.
África no fue conquistada por el destino, fue saqueada por la codicia.
El África antes del saqueo
Antes de que los barcos europeos aparecieran en sus costas, África ya era un continente lleno de historia, comercio y poder. El Imperio de Malí hizo de Tombuctú un faro de conocimiento con bibliotecas y universidades que atraían a sabios de todo el mundo. Ghana y Zimbabue habían levantado reinos de oro y piedra que demostraban organización y riqueza. Egipto y Etiopía guardaban siglos de civilización que influían en el Mediterráneo y en Asia.
África no esperaba ser descubierta porque ya estaba conectada al planeta, sus caravanas cruzaban el Sahara y unían el interior del continente con el comercio árabe, sus puertos se relacionaban con la India, China y el Medio Oriente. Desde oro hasta sal, desde marfil hasta especias, las rutas africanas movían riquezas mucho antes de que Europa soñara con cruzar el Atlántico.
Las cifras lo confirman: antes del siglo XV el continente tenía más de cien millones de habitantes y centros urbanos que superaban a muchas ciudades europeas, la vida florecía con diversidad de lenguas, religiones y sistemas de gobierno.
África era abundancia y creatividad pero también era codicia a los ojos de quienes vendrían después.
No había tierras vacías, había pueblos plenos que serían convertidos en botín.
Ébano. África no era un vacío esperando a alguien, era un lugar rebosante de vida. Había mercados donde el ruido de la gente ahogaba a los tambores y había voces en cien lenguas distintas que hablaban de comercio, de amor y de guerra. El mito del continente deshabitado lo inventaron los invasores para justificar su saqueo.
La llegada de los barcos
El saqueo comenzó en el mar. A finales del siglo XV los barcos portugueses llegaron a las costas de África occidental y abrieron la ruta del dolor. Primero fueron marfil y oro, después fueron cuerpos humanos arrancados de sus aldeas. La trata de esclavos se convirtió en la mayor sangría de la historia, más de doce millones de africanos fueron capturados y transportados hacia América, millones murieron en las travesías. El Atlántico se volvió un cementerio sin tumbas.
Cada puerto se transformó en una jaula, las cadenas hicieron del cuerpo una mercancía y del dolor una moneda. Familias enteras fueron separadas, niños vendidos como bestias de carga, mujeres convertidas en botín, hombres marcados a hierro y subastados en plazas que levantaron la riqueza de Europa. El tráfico de esclavos no fue un error del pasado, fue un negocio organizado con bulas papales, con reyes que firmaban contratos y con mercaderes que convirtieron a seres humanos en columnas contables.
Las cifras son duras y frías: doce millones de esclavos cruzaron el Atlántico en cuatro siglos. Cada uno representaba un hogar destruido, una comunidad desmembrada, una lengua perdida. África quedó mutilada en su demografía y en su memoria. El Atlántico no unió culturas, enterró pueblos. Ébano y barcos, la memoria rota.
Ébano. Los barcos llegaban como sombras y se llevaban todo lo que encontraban, no había tiempo para despedidas. A veces quedaban aldeas enteras vacías, con los fuegos apagados y los perros aullando solos en la noche. El mar olía a muerte porque llevaba encima el peso de millones de cuerpos encadenados.
El reparto colonial
En 1884 las potencias europeas se reunieron en Berlín para repartirse África como si fuera un pastel servido en la mesa, ningún africano estuvo invitado a esa conferencia que selló su destino. Con regla y compás trazaron líneas en mapas que nunca habían pisado. Así nacieron fronteras artificiales que dividieron pueblos y unieron enemigos. La herencia de esas fronteras aún arde en guerras y conflictos que recorren el continente.
El saqueo se institucionalizó. Inglaterra, Francia, Bélgica, Alemania y Portugal se asignaron territorios como concesiones privadas. El Congo fue entregado a Leopoldo II como si fuera su hacienda personal. El caucho, los diamantes, el café, el cacao y el cobre se convirtieron en cadenas invisibles que alimentaron las fábricas de Europa y la miseria de África. La colonización no solo robó recursos, también destruyó economías locales, impuso lenguas extranjeras y convirtió el poder político en caricatura de virreinatos europeos.
Las cifras son irrefutables: en 1914, al borde de la Primera Guerra Mundial, solo dos países seguían sin bandera extranjera, Etiopía y Liberia. El resto del continente había sido colonizado en su totalidad. África quedó reducida a un tablero donde las potencias movían piezas humanas y materiales para sostener su riqueza.
África no fue conquistada por la espada, fue rematada en subasta.
Ébano. En Berlín no hubo disparos ni marchas militares, solo hubo plumas que dibujaban líneas y borraban pueblos. En un salón iluminado por lámparas de gas se decidió el destino de millones de personas que no sabían que esa noche habían cambiado de amo.
La independencia que nunca llegó
Entre las décadas de 1950 y 1970 África vivió la gran ola de independencias, se izaron nuevas banderas, se escribieron constituciones y se cantaron himnos que hablaban de libertad pero la independencia fue más símbolo que sustancia. Europa se retiró formalmente de muchas colonias, aunque dejó atadas economías, ejércitos y bancos.
Francia impuso el franco CFA en catorce países de África occidental y central. Una moneda que hasta hoy depende del Tesoro francés. Inglaterra y Bélgica mantuvieron contratos mineros y petroleros que aseguraban el flujo de recursos. Portugal salió de Angola y Mozambique pero dejó guerras civiles incubadas. El neocolonialismo sustituyó al colonialismo con traje y corbata.
Los líderes africanos que intentaron romper las cadenas fueron silenciados, Patrice Lumumba en el Congo fue asesinado con complicidad europea y estadounidense, Kwame Nkrumah en Ghana fue derrocado tras desafiar a Occidente, La CIA y las antiguas metrópolis movieron gobiernos como fichas de ajedrez.
Las cifras lo revelan: en 1970 la deuda externa africana era de once mil millones de dólares. Tres décadas después superaba los doscientos mil millones. La independencia trajo himnos y banderas, pero también nuevas cadenas en forma de deudas impagables.
África cambió de bandera pero no de amo.
Ébano. Vi a multitudes celebrar bajo el sol ardiente el fin del dominio colonial, había lágrimas en los ojos y esperanza en las voces pero detrás del júbilo se ocultaban contratos firmados en secreto y acuerdos que aseguraban que los antiguos dueños siguieran cobrando en silencio.
El África del hambre y la guerra
La independencia trajo banderas pero no trajo pan. Desde la década de 1970 África quedó atrapada en un ciclo de hambre, guerras y desarraigo. Etiopía se convirtió en el símbolo de la hambruna mundial con imágenes de niños esqueléticos que recorrieron la televisión planetaria. Ruanda fue escenario del genocidio de 1994 donde cerca de ochocientas mil personas fueron asesinadas en cien días mientras el mundo miraba para otro lado. En el Congo se vive la guerra más larga y sangrienta desde la Segunda Guerra Mundial financiada por el coltán que sostiene los celulares y computadores del norte.
El hambre se transformó en arma política, gobiernos corruptos desviaron ayuda internacional mientras millones morían de desnutrición. Las potencias usaron la escasez como herramienta de presión para mantener contratos y aliados. El Mediterráneo se convirtió en la nueva fosa común donde miles de migrantes africanos pierden la vida cada año intentando llegar a Europa.
Las cifras son demoledoras: más de treinta millones de africanos son hoy refugiados o desplazados internos según ACNUR. Doscientos ochenta millones sufren inseguridad alimentaria crónica según la FAO. El continente que produce minerales y alimentos para el mundo no puede alimentar a sus propios hijos.
África sangra petróleo y coltán pero sus hijos mueren de hambre.
Ébano. En los campos de refugiados el aire olía a polvo y desesperanza, había niños que no habían conocido otra cosa que tiendas de campaña y madres que cocinaban agua con piedras para engañar el estómago vacío. El hambre no era accidente de la naturaleza, era decisión de los hombres.
África de la dignidad
Kapuściński escribía que en África la dignidad sobrevivía incluso en los lugares más devastados. Entre ruinas y campos de refugiados siempre aparecía una sonrisa, un gesto de hospitalidad, una resistencia silenciosa. Esa dignidad se transformó en la fuerza que permitió que el continente siguiera de pie a pesar de todo.
Hoy esa dignidad se expresa en movimientos juveniles que marchan contra el franco CFA y que exigen soberanía monetaria. En países que buscan caminos propios como Etiopía, que construyó su Gran Presa del Renacimiento enfrentando presiones de Egipto y de Occidente. En Sudáfrica que, pese a sus fracturas, sigue siendo el mayor polo industrial del continente. En Tanzania que nacionalizó parte de sus recursos naturales.
La Unión Africana intenta articular la voz del continente. La CEDEAO en África occidental y la SADC en el sur representan los primeros pasos hacia una integración que rompa la fragmentación heredada de Berlín. No es un camino fácil pero es un camino que los jóvenes africanos están empujando con fuerza.
Las cifras muestran esa vitalidad: más del sesenta por ciento de la población africana tiene menos de veinticinco años. Esa juventud es al mismo tiempo el mayor desafío y la mayor esperanza del continente.
África no quiere caridad, quiere dignidad.
Ébano. En las aldeas donde faltaba todo siempre había un ritual de bienvenida, un vaso de agua compartido, un trozo de pan partido en silencio. El mensaje era claro. Podrán robarnos el oro, el petróleo y la tierra pero nunca podrán robarnos la dignidad.
Lo que se juega hacia 2030–2050
África será el corazón del mundo en las próximas décadas. La ONU proyecta que en 2050 el continente tendrá dos mil quinientos millones de habitantes, uno de cada cuatro seres humanos del planeta. Más de la mitad de esa población será menor de veinticinco años. Esa fuerza demográfica puede ser motor de desarrollo o campo de esclavitud moderna según cómo se escriba la historia.
El continente concentra recursos clave para la transición energética. Níger posee uranio que alimenta las plantas nucleares de Francia. El Congo tiene el setenta por ciento del cobalto mundial, esencial para baterías. Zimbabue y Malaui guardan litio, Sudáfrica platino, Guinea bauxita. El norte de África es escenario de megaproyectos de hidrógeno verde financiados por Europa. Los recursos que antes hicieron posible la revolución industrial hoy sostendrán la revolución digital y energética.
Pero esa riqueza también abre nuevas cadenas. Estados Unidos despliega bases militares en el Sahel, China firma contratos de infraestructura a cambio de minerales, Rusia envía mercenarios del grupo Wagner. Europa sigue dependiendo de la extracción africana. El tablero geopolítico se llena de jugadores que miran a África como botín y no como aliado.
Las cifras son claras: África representa más del treinta por ciento de los recursos naturales globales y apenas el tres por ciento de la economía mundial. Si esa brecha no cambia, el colonialismo del futuro será aún más invisible y cruel.
El colonialismo del mañana no traerá cañones ni velas, se infiltrará en cláusulas y algoritmos que pretenden gobernar la vida.
Ébano. Miraba a los jóvenes en los mercados y pensaba que eran el verdadero tesoro del continente, no eran los diamantes ni el petróleo, eran esos rostros impacientes que sabían que la historia les debía demasiado y que ya no estaban dispuestos a esperar.
Africa es un continente
África no es un escenario exótico ni un mapa de recursos. Es un continente donde cada día es una prueba de resistencia y de dignidad. Kapuściński lo supo y lo escribió en Ébano. No se presentó como observador neutral, sino como alguien que también tuvo sed, que también pasó noches enteras escuchando disparos, que también se enfermó en aldeas sin médicos y que también se maravilló con la hospitalidad de quienes no tenían nada y lo compartían todo.
En esas páginas quedó el testimonio de un hombre que no separó la pluma del corazón. Que no se escondió en la distancia del periodista sino que se hundió en el barro, en la arena y en el dolor compartido. Que miró a los africanos no como objetos de estudio sino como hermanos de destino.
Al final de su viaje escribió que podía haber sido cronista, corresponsal o testigo pero siempre fue primero un ser humano. Y ese es el legado más profundo.
Ébano. África saqueada pero en pie y que quien escribe sobre ella, quien habla de su historia de saqueo y esperanza, no puede olvidar que lo hace desde la misma condición humana que lo une a quienes la habitan.
África nos recuerda que antes de ser periodistas somos seres humanos y que la dignidad común es la única riqueza imposible de robar.
África nos enseña que antes de cualquier palabra somos hombres y mujeres y que la dignidad compartida es el tesoro que jamás podrán saquear.