

Por: Mauricio Herrera Kahn. Fuente:Agencia Pressenza
(Imagen de En las calles de Caracas)
El colonialismo no murió. Cambió de rostro. Hoy se viste de mercados, deuda y tecnología, mientras los pueblos esperan lo que nunca llega.
El colonialismo no fue un error del pasado ni un capítulo cerrado en la historia. Fue un proyecto global de saqueo y sometimiento. Arrasó culturas, desarmó economías y sembró fronteras de sangre. Se disfraza de modernidad, pero sigue vivo. Los barcos de vela ya no cruzan los océanos con cañones, ahora lo hacen los contenedores con contratos. Las cadenas ya no atan cuerpos, atan presupuestos nacionales. Los ejércitos se camuflan en bases militares y sanciones financieras. La ocupación cambió de uniforme, no de objetivo.
No es solo África, aunque allí la herida sea más evidente. El colonialismo es un virus que infectó al planeta entero. América Latina continúa exportando cobre, litio y soja mientras importa pobreza. Asia se reparte entre fábricas esclavistas y polos tecnológicos controlados por potencias externas. Oceanía sobrevive bajo el paraguas militar de Washington. Europa juega a árbitro global mientras carga con siglos de colonias saqueadas. Y en el centro de todo, el dólar dicta la partitura del poder como látigo moderno.
Los pueblos esperan. Esperan soberanía, esperan justicia, esperan que la modernidad llegue con dignidad y no como imposición. Lo que reciben son deudas impagables, promesas huecas y planes de desarrollo escritos en oficinas del norte. El colonialismo mutó en neocolonialismo y ahora en extractivismo financiero, digital y climático. Es la misma receta de hace quinientos años, servida en bandeja de globalización.
El planeta sigue dividido entre los pocos que mandan y los muchos que esperan. El colonialismo es el guion que se repite: cambian las banderas, se maquillan los discursos, pero la desigualdad se mantiene.
“El colonialismo ya no llega en barcos de vela, llega en contenedores, contratos y algoritmos.”
Antes de la llegada de los invasores
Antes de que aparecieran las carabelas en las costas y los cañones en las montañas, el mundo ya estaba lleno de civilizaciones vivas. América no era un continente vacío esperando “descubridores”. Eran millones de habitantes organizados en imperios, confederaciones y pueblos libres. Los mexicas habían levantado ciudades flotantes con canales y mercados que deslumbraban a los europeos. Los incas administraban un territorio gigantesco con una red de caminos que superaba a Roma. Los mayas contaban los siglos en calendarios más exactos que los relojes que traían los conquistadores.
Asia tampoco esperaba a nadie. India era un centro de ciencia y espiritualidad: de Nalanda a Taxila, universidades que recibían a estudiantes de todo el continente ya funcionaban siglos antes de Oxford. En astronomía medían eclipses y rotaciones mientras en Europa se perseguía a los que dudaban de la Biblia. China no solo inventó la pólvora, el papel y la brújula: creó una economía de seda, porcelana y té que abastecía al mundo entero. Sus expediciones marítimas, como las del almirante Zheng He en el siglo XV, llegaban hasta África oriental con barcos gigantescos que hacían parecer juguetes a las naves portuguesas. Japón, con el shogunato, había desarrollado sistemas de gobierno estables y una cultura refinada que producía acero y espadas incomparables en el planeta.
El corazón de Asia fue también la cuna de imperios que marcaron la historia universal. Persia, bajo Darío y Ciro, construyó caminos y sistemas administrativos que unieron continentes enteros. Alejandro Magno llevó hasta la India un imperio que mezcló Grecia y Oriente, demostrando que Asia no era periferia sino centro de poder. Desde Mesopotamia hasta el Indo, las civilizaciones de la región inventaron escritura, leyes y ciudades mucho antes de que Europa soñara con imperios globales.
En África florecían reinos como Malí, con ciudades como Tombuctú que eran centros de comercio y conocimiento. En Egipto, Nubia y Etiopía pervivían milenios de historia conectados al Mediterráneo y al Mar Rojo. Oceanía estaba habitada por navegantes que cruzaban miles de kilómetros de océano guiados por estrellas y corrientes sin mapas de papel ni brújulas de metal.
La llegada de los invasores rompió un equilibrio milenario. Trajeron hierro y pólvora, pero también epidemias y cadenas. Arrasaron con lo que no entendían y codiciaron lo que brillaba. El mito de que Europa “civilizó” al mundo es un insulto a las civilizaciones que ya existían.
“Hubo mundos enteros antes de que llegaran los mapas de Europa.”
Los imperios de ayer, las potencias de hoy
El colonialismo europeo nació del hambre de poder y de metales. España y Portugal se lanzaron primero, Inglaterra, Francia y Holanda los siguieron. Con cañones, banderas y cruces trazaron mapas que partieron continentes enteros. Durante siglos el mundo fue un tablero de ajedrez jugado desde Europa.
Ese colonialismo clásico dejó cicatrices que todavía sangran. De las plantaciones esclavistas en el Caribe a los enclaves mineros en África. De los virreinatos americanos a las factorías en India. El mundo quedó subordinado a un puñado de metrópolis que crecieron sobre el trabajo y los recursos de los demás. El oro y la plata de América financiaron las coronas de Europa, las especias de Asia alimentaron fortunas en Ámsterdam y Londres, el algodón y el azúcar movieron imperios enteros.
Hoy las banderas son otras, pero la lógica es la misma. El poder no lo ejercen virreyes ni almirantes, sino bancos centrales, fondos de inversión y tratados multilaterales. El colonialismo de ayer se transformó en el club del G7, que concentra más del 45 % del PIB mundial y maneja el pulso de las finanzas globales. Estados Unidos, Japón, Alemania, Francia, Reino Unido, Italia y Canadá controlan no solo mercados, sino también el relato: deciden qué es desarrollo, qué es democracia y qué país merece sanciones.
La fuerza militar sigue siendo un ingrediente central. El gasto militar mundial superó en 2023 los 2,4 billones de dólares, con el G7 y sus aliados representando más de dos tercios. Es la continuidad de la vieja flota colonial, solo que ahora bajo el disfraz de OTAN o coaliciones “humanitarias”.
De los virreinatos a Wall Street, de la Compañía de las Indias a BlackRock, la diferencia es solo tecnológica. El mundo sigue dividido en quienes mandan y quienes esperan.
“El colonialismo cambió de bandera, pero nunca de dueño.”
Estados Unidos: el colonialismo del dólar
Estados Unidos heredó el bastón del colonialismo europeo y lo convirtió en un imperio financiero. Su territorio se expandió a costa de pueblos originarios y de México, pero su verdadero salto fue tras la Segunda Guerra Mundial. Desde 1945 el dólar se convirtió en la sangre del sistema global. No necesitó virreyes ni crucifijos: le bastó con bancos, bases militares y Hollywood.
El dólar es el arma más poderosa del siglo XX y XXI. Más del 58 % de las reservas internacionales del planeta están denominadas en dólares. Cerca del 80 % de las transacciones comerciales globales se liquidan en esta moneda. Esa hegemonía convierte a Washington en juez supremo de la economía mundial. Quien desafía al dólar recibe sanciones. Quien depende de él debe obedecer.
El control no es solo financiero. Es también militar. Estados Unidos gasta más de 900.000 millones de dólares anuales en defensa, casi el 40 % del gasto militar global. Mantiene más de 750 bases en 80 países, un imperio desplegado sin llamarse imperio. Desde el Caribe hasta el Pacífico, desde el Golfo Pérsico hasta África, sus portaaviones sustituyen a las antiguas flotas coloniales.
El FMI y el Banco Mundial, nacidos en Bretton Woods bajo la batuta estadounidense, funcionan como extensiones de ese colonialismo. Prestan dinero con condiciones que desarman economías locales, privatizan recursos y obligan a abrir mercados. Cada préstamo viene con cadenas invisibles que pesan más que las de hierro.
El soft power también juega su rol. Netflix, Silicon Valley y Wall Street construyen un imaginario donde Estados Unidos aparece como inevitable. Sus series, sus redes y sus algoritmos moldean deseos, consumos y hasta elecciones políticas en países que creen ser libres. Es un colonialismo cultural que acompaña al financiero y al militar.
El resultado es claro: Estados Unidos no necesita conquistar territorios, ya colonizó las reglas. Con su moneda dicta la economía, con sus bases impone la fuerza, con sus pantallas define la cultura. Es un imperio que no se declara, pero se siente en cada esquina del planeta.
“El colonialismo ya no se firma con espadas, se imprime en billetes verdes.”
Europa es la vieja colonia reciclada
Europa fue el epicentro del colonialismo clásico. Desde sus puertos zarparon las carabelas que partieron al mundo en pedazos. España, Portugal, Inglaterra, Francia, Holanda y Bélgica construyeron imperios a base de oro robado, esclavos encadenados y territorios fragmentados. Su riqueza se amasó sobre el saqueo de tres continentes.
Hoy Europa ya no domina con flotas y cañones, pero sigue sosteniendo estructuras coloniales bajo nuevas formas. La Unión Europea se presenta como faro de democracia y derechos, mientras empresas europeas controlan minas en África, energía en Medio Oriente y agroindustrias en América Latina. El continente que predica libertad conserva cadenas en forma de contratos y deudas.
Francia es el ejemplo más claro. Con el franco CFA mantiene atados a 14 países africanos que deben depositar parte de sus reservas en el Tesoro francés. En el Sahel despliega tropas, justifica intervenciones y asegura uranio barato para sus centrales nucleares. Alemania, motor industrial de Europa, depende de energía importada y de materias primas externas, pero impone reglas fiscales que asfixian a sus vecinos más pobres dentro de la propia Unión.
Las cifras hablan. El PIB de la Unión Europea representa cerca del 14 % del PIB mundial, pero su dependencia de importaciones energéticas supera el 55 % de su consumo total. Importa gas de Rusia y Argelia, petróleo de Medio Oriente, minerales de África y América Latina. Exporta tecnología, finanzas y reglas.
El colonialismo europeo mutó en burocracia comunitaria y en tratados comerciales. Las antiguas colonias se convirtieron en “socios estratégicos”, aunque el reparto sigue siendo desigual. Europa ya no gobierna con virreyes, pero impone sus intereses a través de regulaciones, subsidios agrícolas y sanciones selectivas.
Frase Filosa: “Europa predica derechos, pero aún reparte cadenas.”
China es la nueva ruta del poder
China pasó de ser víctima de colonización a potencia que desafía a los antiguos imperios. En el siglo XIX sufrió las Guerras del Opio, tratados desiguales y ocupaciones extranjeras. Hong Kong, Shanghái y otras ciudades fueron convertidas en enclaves coloniales. Hoy, un siglo y medio después, China invierte en puertos, carreteras, minas y telecomunicaciones en todos los continentes. Se presenta como alternativa al poder occidental, pero su huella recuerda demasiado al viejo colonialismo.
La Iniciativa de la Franja y la Ruta, lanzada en 2013, es el proyecto de infraestructura más grande del mundo. Más de 150 países han firmado acuerdos con Beijing. La inversión comprometida supera los 1,3 billones de dólares, con puertos en Pakistán, trenes en África, carreteras en América Latina y cables submarinos que conectan continentes. El dragón no llegó con cañones, llegó con préstamos.
China controla ya gran parte de la cadena de minerales críticos. Más del 70 % de la refinación mundial de litio y cerca del 60 % del cobalto extraído en el Congo terminan en empresas chinas. Su dominio no es militar sino industrial: asegura materias primas, construye plantas y ofrece financiamiento donde Occidente impone sanciones.
El dilema es doble. Para algunos países, China representa oxígeno frente al dólar y al FMI. Para otros, es un nuevo colonizador que compra gobiernos con cheques y amarra generaciones con deuda. La narrativa de cooperación sur-sur convive con denuncias de extractivismo y falta de transparencia.
El gigante asiático ya no es el taller barato del mundo. Es un jugador que disputa rutas marítimas, satélites, inteligencia artificial y minerales estratégicos. Cambió la ecuación: el colonialismo ya no es solo occidental, también habla mandarín.
“China no manda con flotas, manda con contratos que pesan más que los cañones.”
Rusia. Del Imperio zarista al imperio energético
Rusia siempre fue un imperio que buscó expandirse hacia mares cálidos y fronteras infinitas. Del zarismo a la Unión Soviética, y de la URSS a Putin, la lógica ha sido la misma: controlar territorio, energía y poder militar. Hoy Rusia no ofrece préstamos blandos ni tratados comerciales como China o Estados Unidos. Su carta es otra: el gas, el petróleo y el uranio.
Europa entera dependió durante décadas de la energía rusa. Antes de la guerra de Ucrania, Moscú abastecía el 40 % del gas natural consumido por la Unión Europea. Esa dependencia fue un arma silenciosa que le permitió influir sin disparar un cañón. Con el petróleo la ecuación es similar: Rusia produce cerca de 10 millones de barriles diarios, lo que la ubica entre los tres mayores exportadores globales.
La guerra en Ucrania mostró que el colonialismo del siglo XXI también se escribe con tanques y oleoductos. Moscú defiende sus esferas de influencia a sangre y fuego, justificando invasiones con la misma lógica de los imperios de antaño. No son solo fronteras: son tuberías, contratos de gas y control de corredores estratégicos.
Más allá de Europa, Rusia se ha convertido en un jugador clave en África y Medio Oriente. Exporta armas, ofrece mercenarios a través del grupo Wagner y asegura acceso a minas de oro, diamantes y uranio. La geopolítica rusa se mezcla con la guerra híbrida: energía, militares privados y diplomacia agresiva.
Las cifras son duras: el presupuesto militar ruso supera los 100.000 millones de dólares anuales, mientras sus reservas de gas natural son las más grandes del mundo, con más de 37 billones de metros cúbicos. Moscú es un imperio energético que sabe que sin su petróleo y gas, el mundo no funciona.
“Rusia no exporta democracia ni tratados, exporta gas, petróleo y guerras.”
Los pueblos que esperan
Mientras las potencias dictan reglas, los pueblos esperan. Esperan desarrollo, esperan soberanía, esperan justicia. Lo que reciben son préstamos que los hunden más, extractivismo que arrasa con sus tierras y promesas que se evaporan en discursos diplomáticos. La historia del colonialismo no es solo la de los que mandan, es la de los que fueron condenados a esperar lo que nunca llega.
América Latina es ejemplo claro. Concentra el 60 % del litio mundial, el 40 % del cobre y vastos recursos agrícolas. Sin embargo, más de 180 millones de personas viven en pobreza, según CEPAL. Exporta minerales y alimentos que sostienen industrias extranjeras, mientras millones carecen de empleo digno o seguridad alimentaria.
Asia del Sur y Sudeste Asiático cargan con la paradoja de ser el taller del mundo y a la vez territorios de explotación. Bangladesh, India, Pakistán y Vietnam producen textiles y electrónicos para corporaciones globales, pero millones de trabajadores sobreviven con sueldos de miseria. La pobreza afecta a más de 400 millones de personas en la región, mientras las cadenas de suministro engordan las cuentas de empresas occidentales y chinas.
Medio Oriente vive atrapado entre petróleo y guerras. Palestina espera desde hace 75 años un Estado que nunca llega, Yemen espera el fin de un conflicto olvidado, Siria espera reconstrucción después de la destrucción total. Las reservas de petróleo y gas son gigantescas, pero sus pueblos viven entre sanciones, bombardeos y éxodos.
África sigue siendo el continente más saqueado. Oro, diamantes, coltán, uranio y petróleo alimentan las economías del norte mientras millones sobreviven con menos de dos dólares al día. Más de 280 millones de africanos sufren inseguridad alimentaria severa, y sin embargo el continente es clave para la transición energética global. África espera justicia, pero recibe intervenciones, deuda y migajas.
Oceanía parece invisible en el mapa del colonialismo, pero carga con sus propias cadenas. Australia y Nueva Zelanda actúan como brazos de Occidente, mientras los pueblos originarios siguen marginados. Las islas del Pacífico, como Kiribati o Tuvalu, esperan acciones frente al cambio climático que amenaza con borrarlas del mapa. Su riqueza marítima es saqueada por flotas extranjeras mientras sus poblaciones enfrentan el riesgo existencial de desaparecer bajo el agua.
Europa del Este y los Balcanes también esperan. Esperan ser tratados como iguales dentro de la Unión Europea, pero se les asigna el rol de periferia barata. Sus trabajadores migran hacia el oeste, sus tierras se venden a fondos agrícolas y su soberanía se diluye entre Bruselas, Moscú y Washington.
La migración es el rostro humano de esta espera global. Más de 280 millones de personas viven fuera de su país de origen (ONU, 2023). Muchos cruzan mares y desiertos para escapar del hambre o la guerra, solo para encontrar fronteras cerradas y discursos xenófobos. La espera se convierte en exilio, y el exilio en condena.
“Los pueblos esperan trenes de progreso y reciben vagones de deuda.”
África en breve
África merece un tratado entero, no un párrafo. Es el continente más saqueado y más resiliente del planeta. Oro, diamantes, coltán, petróleo y uranio han financiado la riqueza de otros durante siglos. Sus pueblos han cargado con esclavitud, hambre inducida, guerras fabricadas y deudas impagables.
Pero esta columna no se detendrá en África porque ya le corresponde una serie completa. Aquí solo basta recordar un hecho: África posee más del 30 % de los recursos naturales del mundo y, sin embargo, concentra la mayor tasa de pobreza extrema global, con más de 460 millones de personas viviendo con menos de dos dólares al día.
El colonialismo nunca se fue de África, simplemente cambió de bandera. Francia todavía ata monedas, Estados Unidos y China disputan contratos, Rusia ofrece armas y mercenarios. África está en el centro del tablero, pero en el margen de la justicia.
“África merece una biblioteca, no un párrafo.”
Lo que se juega hacia 2050
El colonialismo no es un recuerdo, es un presente que define el futuro. Hacia 2050 el planeta enfrentará una tormenta perfecta: crecimiento poblacional, crisis climática, agotamiento de recursos y concentración de poder en pocas manos. Los pueblos seguirán esperando si no rompen las cadenas, y las potencias seguirán mandando si nadie las desafía.
Las cifras son claras. La población mundial superará los 9.700 millones de personas (ONU, 2024). La demanda de alimentos crecerá en un 50 %, el consumo de agua aumentará en un 30 % y la necesidad de energía se duplicará (Banco Mundial, IEA). El litio, el cobre, el hidrógeno verde y las tierras fértiles se convertirán en las armas del futuro. Los países que los poseen serán cortejados o presionados, y los que carezcan de ellos quedarán subordinados.
El cambio climático multiplicará las desigualdades. Sequías, inundaciones y pérdida de suelos fértiles afectarán sobre todo a los países pobres. Mientras tanto, las potencias invertirán en murallas verdes, energías limpias para sí mismas y seguros climáticos, dejando a los demás con catástrofes y promesas vacías.
La tecnología será otra frontera colonial. La inteligencia artificial, el control de datos y la biotecnología estarán en manos de pocos países y corporaciones. Quien controle los algoritmos decidirá la política, la economía y hasta la cultura del siglo XXI. La dependencia digital puede ser más fuerte que cualquier cadena física.
Hacia 2050 la disyuntiva será brutal: emancipación o sometimiento. Si los pueblos logran unir soberanía política, control de recursos e integración regional, podrán romper el ciclo. Si no, el colonialismo se habrá perfeccionado en su versión más invisible y total.
“El colonialismo del futuro no llevará uniforme, llevará chips, contratos y moléculas verdes.”
Colonialismo del siglo XXI: potencias y territorios
EE.UU. → Financiero, militar, cultural → América Latina, Medio Oriente, Asia-Pacífico → Dólar como moneda global, 750 bases militares, control de Silicon Valley
Países: México, Colombia, Irak, Afganistán, Japón, Corea del Sur, Filipinas
Europa (UE) → Comercial, monetario, energético → África, América Latina, Europa del Este → Franco CFA en África, tratados agrícolas, sanciones económicas
Países: Malí, Níger, Senegal, Argelia, Marruecos, Ucrania, Polonia, Argentina
China → Infraestructura, deuda, industrial → África, Asia Central, América Latina → Franja y la Ruta, refinación de litio, contratos mineros en Congo y Bolivia
Países: Zambia, Etiopía, Pakistán, Sri Lanka, Bolivia, Perú, Brasil, Argentina
Rusia → Energético, militar, extractivo → Europa del Este, África, Medio Oriente → Exportación de gas, grupo Wagner, guerra en Ucrania
Países: Ucrania, Siria, Libia, Sudán, República Centroafricana, Níger, Kazajistán
El colonialismo nunca se fue.
Hoy solo cambió de uniforme y se disfraza de dólar, de tratados de libre comercio, de corredores energéticos y de algoritmos que vigilan. Las potencias siguen mandando y los pueblos siguen esperando. Pero la paciencia de los pueblos no es infinita. Cada crisis, cada saqueo, cada humillación acumula una energía que tarde o temprano estalla.
El futuro no está escrito. Hacia 2050 el mundo puede repetir la misma historia con nuevos amos o puede romper el ciclo. La emancipación no se mendiga, se construye con soberanía, con integración regional, con control de los recursos y con dignidad colectiva. No se trata de nostalgia ni de romanticismo. Se trata de sobrevivir como humanidad en un planeta que ya no soporta más abusos.
El colonialismo parece invencible, pero también lo parecían los imperios que ya se desmoronaron. Los pueblos que esperan no lo harán para siempre. La historia demuestra que las cadenas se quiebran cuando la dignidad supera al miedo.
“El colonialismo puede mandar hoy, pero la historia no se arrodilla para siempre.”