

Por: Claudia Aranda. Fuente: Agencia Pressenza
A esa distracción planificada se suma el cinismo político. Gobiernos que saben, que ven, que escuchan, pero que optan por mirar hacia el costado. Gobiernos que se acostumbraron a convivir con el apartheid israelí como si fuera un hecho natural, intocable. La impunidad de Israel no es un accidente: es una arquitectura internacional sostenida por Washington y aceptada por Europa, tolerada por potencias emergentes, bendecida por la inercia de quienes temen incomodar. Lo impresentable es que incluso aquellos gobiernos que se autodefinen progresistas se suman a este juego. Chile, por ejemplo, cuyo presidente ha exhibido gestos de empatía hacia Palestina en el pasado, hoy afirma mirar “con buenos ojos” la propuesta de “paz” que Estados Unidos e Israel lanzaron como ultimátum.
No se trata de una propuesta de paz, sino de una imposición diplomática. Estados Unidos y su socio israelí redactaron un documento que exige aceptación inmediata bajo amenaza de más devastación, y lo presentaron al mundo como si fuera un gesto magnánimo. Es la misma lógica que usó el colonizador con el colonizado: la paz como rendición, la paz como claudicación. Que un gobierno como el chileno —que se enorgullece de su tradición democrática y de su cercanía con los pueblos— diga públicamente que ve “con buenos ojos” esa mascarada es un acto de alineamiento con la farsa. Jugaron con la buena fe del mundo cuando “reconocieron” el Estado Palestino en foros internacionales, sabiendo que en la praxis ya no quedaba un Estado, sino apenas enclaves sitiados, campos de concentración a cielo abierto. Reconocer lo que ya no existe fue el gesto perfecto de la hipocresía: conceder símbolos para anular la sustancia.
Mientras tanto, Naciones Unidas continúa representando su propio teatro. El organismo que alguna vez fue concebido para garantizar la paz se ha convertido en escenario de resoluciones huecas, vetos previsibles y discursos solemnes que no frenan ni una sola bomba. La ONU “reconoce” derechos mientras tolera su destrucción sistemática. La ONU “advierte” sobre el riesgo de genocidio cuando los hechos ya lo confirman día tras día. Es una farsa institucional, un rito vacío que perpetúa la impunidad.
Y sin embargo, frente a este panorama de algoritmos ciegos, gobiernos cínicos y organismos internacionales convertidos en sombras de sí mismos, queda en pie una verdad incómoda: la memoria verdadera no se construye en los parlamentos ni en los trending topics. La memoria se construye en la persistencia de quienes no callan. Los activistas de la flotilla que hoy están en Ketziot, sentados en el suelo mientras Ben-Gvir les gritaba “terroristas” para las cámaras, ya son parte de esa memoria. Medio mundo vio esas imágenes porque los verdugos quisieron difundirlas, seguros de su impunidad. Pero en esa misma decisión se reveló otra cosa: que la obscenidad de su poder quedará registrada, que la humillación no podrá borrarse del archivo moral de la humanidad.
Ketziot no es una cárcel cualquiera. Es un lugar con historia de abusos, documentado en informes de derechos humanos como un espacio de hacinamiento, tortura psicológica y negligencia médica sistemática. Allí, donde antes se confinaron a miles de prisioneros palestinos, hoy se encierran médicos, periodistas, parlamentarios y defensores de derechos humanos de más de cuarenta países. Los testimonios que circulan indican que los interrogatorios se prolongaron más de quince horas, sin darles ni agua ni comida. Un castigo encubierto de procedimiento. Un mensaje cruel: “ustedes no son más que rehenes políticos”. Israel calla y oculta las listas de detenidos, deja en la sombra los nombres, manipula los procesos. No se sabe si algunos firmaron documentos de deportación que equivalen a autoacusarse de un delito, o si resistieron y ahora enfrentan prisión.
Lo que sí se sabe, porque lo confirmaron medios árabes y europeos, es que un grupo de los secuestrados inició una huelga de hambre. Ese acto desesperado es, a la vez, un acto de dignidad. Es la tradición de los presos políticos que transforman su cuerpo en campo de resistencia, que hacen de la fragilidad un arma ética contra el poder que busca quebrarlos. Es también un eco de la travesía misma: así como la flotilla se lanzó al mar a pesar del bloqueo, los cuerpos de los detenidos se lanzan al límite de la vida para afirmar la verdad que se intenta aplastar.
Aquí, la filosofía se vuelve carne. La memoria verdadera no se cifra en cuántas veces un hecho aparece en la portada de un medio o cuántos retuits acumula. La memoria verdadera se sostiene en la terquedad de quienes no se rinden, en la insistencia de los que narran, denuncian y resisten aunque el mundo entero prefiera distraerse. Esa persistencia es la que más tarde, cuando las farsas se desplomen, dará lugar a la verdad reconocida. Es lo que ocurrió con los desaparecidos en dictaduras latinoamericanas: en el momento del horror, el mundo miraba hacia otro lado; décadas después, las Madres de Plaza de Mayo demostraron que su memoria era más fuerte que cualquier trending topic.
Hoy la Flotilla Sumud encarna ese mismo principio: no importa que la prensa la minimice, que las redes la ignoren, que los gobiernos la traicionen. Lo que importa es que existió, que se atrevió, que desafió, y que ahora, incluso en la prisión de Ketziot, mantiene viva la dignidad. El mundo podrá seguir anestesiado, pero la memoria de quienes no callan seguirá abriéndose paso. Esa memoria, insistente y obstinada, será la que sobreviva cuando caiga la máscara del cinismo global.