

Por: Mauricio Herrera Kahn. Fuente:Agencia Pressenza
“El hambre no es falta de alimentos, es exceso de poder en pocas manos.”
“Quien controle el trigo, controla la paz. Quien controle el hambre, controla al mundo”
La comida es el recurso estratégico más antiguo de la humanidad y el más decisivo del futuro. Ninguna sociedad sobrevive sin pan, arroz, maíz o agua. Sin embargo, en pleno siglo XXI, cuando la ciencia y la tecnología permiten producir alimentos suficientes para toda la población mundial, millones siguen muriendo de hambre o sobreviven en inseguridad alimentaria. La paradoja es brutal: nunca se produjo tanto, nunca se desperdició tanto y nunca hubo tantos hambrientos.
El hambre no es el resultado de la escasez, sino de la concentración y el control. El planeta produce más granos de los que necesita, pero su distribución está secuestrada por corporaciones y gobiernos que convierten la comida en arma política y económica. En los mercados globales, los cereales no son solo alimento: son poder. En las manos correctas alimentan, en las equivocadas matan de hambre.
Las grandes potencias lo saben. El trigo, el maíz, la soja y el arroz se convierten en herramientas de presión en guerras, sanciones y negociaciones comerciales. Un bloqueo portuario, una sequía especulada en bolsa, un contrato de exportación suspendido, y millones de personas quedan a merced de fuerzas que no pueden controlar.
La historia reciente lo confirma.
La comida ya no es solo alimento. Es moneda, es chantaje, es arma. El trigo vale más que las balas porque puede matar en silencio.
El planeta produce granos suficientes para alimentar a todos sus habitantes y aún sobran excedentes. Según la FAO, la producción mundial de cereales alcanzó en 2023 los 2.819 millones de toneladas, una cifra récord que incluye trigo, maíz, arroz y cebada. Detrás de esas toneladas está el poder concentrado de unos pocos países que controlan la despensa global.
Estados Unidos, Brasil, China, India y Rusia son los gigantes del agro. Entre los cinco concentran más de la mitad de la producción mundial de granos.
América Latina aparece como el granero del mundo.
La paradoja es obscena. La superficie agrícola mundial supera los 4.800 millones de hectáreas, más de un tercio de la tierra del planeta, y aun así la FAO estima que 735 millones de personas padecen hambre crónica. El problema no es producción, es control. Y quien domina los granos domina el destino de millones.
El hambre no se explica solo por los gobiernos, se explica sobre todo por las corporaciones que manejan la comida como un negocio global. En el centro de esa telaraña están las llamadas “ABCD”: Archer Daniels Midland (ADM), Bunge, Cargill y Louis Dreyfus. Estas cuatro multinacionales controlan más del 70% del comercio mundial de granos, un dominio que les permite influir en precios, rutas y disponibilidad. No siembran para alimentar, siembran para especular.
Porque las ABCD ya no son solo cerealeras. Su poder se extiende a semillas genéticamente modificadas, fertilizantes, transporte marítimo, seguros e incluso financiamiento. Son dueñas de silos, barcos, puertos y bancos. Pueden mover precios globales con una decisión de exportación o con una apuesta en el mercado de futuros de Chicago.
El contraste es feroz. Mientras millones de campesinos no logran vender sus cosechas a precios justos, las ABCD consolidan ganancias récord incluso en años de crisis. En 2022, durante el alza de precios del trigo y el maíz por la guerra en Ucrania, las cuatro multiplicaron beneficios. El hambre en África y Medio Oriente fue el costo de sus balances verdes.
El resultado es un monopolio silencioso. Cuatro corporaciones deciden qué se come, dónde y a qué precio. El control de la comida está en pocas manos y ese control es más letal que cualquier arma.
Estados Unidos no solo es la primera potencia militar, también es la primera potencia agrícola. Con más de 400 millones de toneladas de granos producidos en 2023, lidera en maíz y soja y se ubica entre los mayores exportadores de trigo. Sus campos son tan estratégicos como sus portaaviones. Cada tonelada de cereal que sale de Iowa o Kansas refuerza su influencia en mercados internacionales donde millones dependen de ese flujo para sobrevivir.
El poder agrícola estadounidense no es neutro. Se sostiene en un sistema de subsidios masivos que alcanza más de 30.000 millones de dólares anuales, lo que permite inundar mercados con productos más baratos que los locales. Países enteros en América Latina y África han visto arruinada su agricultura de subsistencia por la entrada de maíz y trigo subsidiado desde el norte. La llamada ayuda alimentaria muchas veces funciona como dumping disfrazado con granos estadounidenses entregados a precios bajos que destruyen la producción local.
Además, Estados Unidos controla la diplomacia del hambre. A través del Programa Mundial de Alimentos y de tratados comerciales, usa sus excedentes para abrir mercados y ganar aliados. El maíz y la soja viajan junto con sus condiciones políticas. Quien recibe grano, recibe también presión.
La paradoja es clara. Estados Unidos produce granos para alimentar al planeta, pero los usa como herramienta de poder. Sus campos no solo generan alimentos, generan dependencia. Y esa dependencia se convierte en un arma tan poderosa como cualquier arsenal militar.
El hambre no es un accidente, es un instrumento. Los gobiernos y las corporaciones saben que controlar el acceso a los alimentos equivale a controlar poblaciones enteras. A lo largo de la historia, desde los cercos medievales hasta los bloqueos modernos, la comida se ha usado como la más silenciosa de las armas. Hoy, en un mundo interconectado, el mecanismo es más sofisticado pero igual de letal.
El hambre también se fabrica con sanciones económicas. Bloqueos a exportaciones de fertilizantes desde Rusia o Bielorrusia han encarecido la producción agrícola en países pobres, obligando a reducir siembras. En América Latina, los tratados de libre comercio imponen condiciones que subordinan la agricultura local a la importación de granos subsidiados, debilitando la soberanía alimentaria.
Las cifras son elocuentes. La FAO estima que más de 735 millones de personas en el mundo padecieron hambre crónica en 2023, pese a que la producción global de granos alcanzó un récord histórico. El hambre no es falta de pan, es exceso de poder. Quien controla el grano controla la vida y la muerte.
La tierra cultivable se ha convertido en el nuevo botín estratégico. China, con mil cuatrocientos millones de habitantes y apenas el siete por ciento de la tierra arable mundial, busca garantizar su seguridad alimentaria más allá de sus fronteras. Empresas chinas han comprado o arrendado más de 6 millones de hectáreas agrícolas en África y América Latina, especialmente en Zambia, Mozambique, Brasil y Argentina. No son inversiones inocentes: son contratos a largo plazo que aseguran soja, maíz y arroz directo a Pekín, blindando sus reservas frente a cualquier crisis.
No solo China avanza en esa dirección. Fondos de inversión como BlackRock o Vanguard se han convertido en dueños silenciosos de millones de hectáreas. El fenómeno del land grabbing es global: más de 30 millones de hectáreas de tierras agrícolas han cambiado de manos en las últimas dos décadas, muchas veces expulsando a comunidades locales. Lo que antes era campesinado, hoy es portafolio financiero.
La otra cara de esta geopolítica son los fertilizantes. Sin ellos no hay gran producción intensiva.
El volumen del comercio agrícola global supera ya los 2 billones de dólares anuales, pero no se reparte de manera equitativa. Granos y tierras se concentran en manos de potencias y fondos, mientras cientos de millones dependen de importaciones que pueden cortarse en cualquier crisis. La comida no solo se produce, se geopolitiza. Y quien controla las semillas, la tierra y los fertilizantes controla el tablero mundial.
América Latina produce alimentos para el mundo, pero no logra alimentar a todos sus habitantes.
México vive una paradoja distinta. Es la cuna del maíz, pero depende de las importaciones desde Estados Unidos. El TLCAN primero y el T-MEC después consolidaron una dependencia estructural Y más del 40 % del maíz que consume México es importado, en su mayoría subsidiado por Washington.
El resultado ha sido la quiebra de miles de pequeños agricultores mexicanos y una creciente subordinación alimentaria.
Chile y Perú se presentan como modelos de agroexportación de frutas y hortalizas.
América Latina es laboratorio y granero al mismo tiempo: exporta abundancia, importa hambre. Sus campos alimentan mercados lejanos, pero sus pueblos siguen dependiendo de políticas erráticas, subsidios insuficientes y la fuerza de corporaciones que deciden qué se siembra y para quién.
África es el continente más vulnerable en el mapa alimentario global. Produce, pero no lo suficiente para alimentar a su población, y depende estructuralmente de las importaciones. Más del 50% de los cereales que consume proviene del exterior, lo que convierte a sus países en rehenes de los precios internacionales y de las rutas comerciales que no controlan.
La vulnerabilidad se mide en números humanos. Según la FAO y el PMA, más de 280 millones de africanos viven en inseguridad alimentaria severa, casi una cuarta parte de la población del continente. En países como Sudán del Sur, Somalia o República Centroafricana, el hambre se combina con conflictos armados, generando crisis crónicas.
Los subsidios estatales apenas alcanzan para contener la tormenta.
El planeta se encamina hacia un escenario desafiante: 9.700 millones de habitantes para 2050, según la ONU. Eso significa casi 2.000 millones más de personas que hoy, la mayoría en África y Asia. La demanda de alimentos crecerá en torno a un 50%, lo que exige duplicar la eficiencia agrícola o ampliar la frontera cultivable a costa de bosques y selvas. El desafío no es solo producir más, es hacerlo en un planeta golpeado por el cambio climático.
El impacto ya se siente. Sequías prolongadas en el Sahel, inundaciones devastadoras en Pakistán, olas de calor en Europa y América del Norte que arrasan cosechas. El IPCC advierte que cada aumento de un grado en la temperatura global reduce hasta en un 10 por ciento el rendimiento de los cultivos básicos como trigo, maíz y arroz. La pérdida de suelo fértil por desertificación avanza: más de 24.000 millones de toneladas de tierra arable se pierden cada año.
La superficie agrícola per cápita disminuye sin freno. En 1960 había 0,5 hectáreas disponibles por persona, hoy son menos de 0,2 hectáreas, y hacia 2050 caerán a 0,15. La presión sobre la tierra será insoportable. A eso se suma la disputa por el agua: el setenta por ciento del consumo humano se destina a la agricultura, y la escasez hídrica podría desplazar a cientos de millones de personas en las próximas décadas.
El futuro no es un problema de escasez tecnológica, sino de soberanía y justicia. Producir se podrá, pero ¿quién decidirá qué se siembra, para quién y a qué precio? Con casi diez mil millones de bocas, el hambre puede ser la gran arma de control o la oportunidad de un nuevo pacto global.
9.Cifras duras del hambre mundial y la producción proyectada al 2050
El mundo de 2050 enfrenta una encrucijada alimentaria: alimentar cerca de 9.8 mil millones de personas mientras la tierra fértil se encoge y el agua se privatiza. Los números no son metáforas, son pulso. Según la FAO, en 2024 ya había 735 millones de personas con hambre crónica. El Banco Mundial estima que entre 2025 y 2050 la demanda de alimentos crecerá un 50%, pero la producción sólo puede aumentar un 25% salvo revoluciones tecnológicas. Asia lidera la producción, pero África espera ser el granero del mundo, aunque sufre déficit de infraestructura y cambio climático.
Las proyecciones continentales sugieren que para 2050:
Tabla Cifras duras de producción y demanda alimentaria mundial al 2050 (FAO, Banco Mundial, OCDE 2024-2025)
Los números del planeta no mienten, pero sí delatan. La humanidad se acerca a 2050 con una demanda alimentaria superior a USD 12 billones anuales, en un mercado global que ya mueve USD 6,8 billones (2024). No es solo hambre, es negocio. La crisis alimentaria no nace de la sequía sino del lucro: los granos cotizan en Chicago, no en los campos del Sahel.
La inversión en agricultura de precisión y biotecnología superará los USD 250 000 millones anuales. En 2050, Pekín y Nueva Delhi decidirán más sobre el precio del pan que cualquier capital occidental.
El balance planetario parece optimista: producción total proyectada en USD 8 billones, demanda cercana a USD 7,9 billones, superávit técnico de 2%. Pero esa cifra es un espejismo estadístico. El 10% más rico del mundo concentrará el 80% del comercio agrícola. En 2050, el valor bursátil del trigo, el maíz y la soja superará los USD 1,2 billones, mientras más de 700 millones de personas seguirán con hambre crónica.
El hambre no surge de la escasez, sino de la desigualdad. Las guerras futuras no serán por petróleo, sino por agua, trigo y tierras fértiles.
La comida será poder, y quien la controle decidirá qué países se alimentan y cuáles se arrodillan
País Producción anual (millones t) Valor agroexportaciones (USD miles de millones) Participación en comercio global de alimentos (%) Principales productos exportados
China 1 050 Mt 980 USD mil millones 15 % arroz trigo vegetales frutas cerdo
India 780 Mt 540 USD mil millones 9 % arroz trigo azúcar lácteos legumbres
Estados Unidos 720 Mt 1 100 USD mil millones 16 % maíz soja trigo carne lácteos
Brasil 610 Mt 520 USD mil millones 8 % soja carne azúcar maíz café
Indonesia 480 Mt 290 USD mil millones 5 % aceite de palma arroz pescado cacao
Rusia 450 Mt 260 USD mil millones 4 % trigo cebada aceite carne fertilizantes
México 380 Mt 190 USD mil millones 3 % frutas vegetales cerveza carne aguacate
Argentina 360 Mt 210 USD mil millones 3 % soja maíz carne vino trigo
Francia 340 Mt 230 USD mil millones 3 % trigo vino lácteos cereales azúcar
Australia 280 Mt 180 USD mil millones 2 % trigo carne lácteos vino lana
Totales 10 mayores productores 5 450 Mt 4 500 USD mil millones ≈ 68 % del comercio global de alimentos
El pan del mundo ya no se amasa en hornos, se cotiza en pantallas. El trigo tiene dueño, el hambre no. En 2025, los alimentos se negocian más que el petróleo, y los granos representan el 30% del comercio mundial de materias primas. Cada tonelada de trigo vale más que una vida campesina y cada sequía es una oportunidad para un fondo de inversión.
El planeta produce comida suficiente para diez mil millones de personas, pero casi mil millones pasan hambre. No por falta de suelo sino por exceso de lucro. La mitad de lo que se pierde en guerras y despilfarros bastaría para erradicar el hambre hasta 2050. Las cifras lo confirman y las conciencias lo niegan.
El siglo XXI enfrenta su dilema más elemental. O el alimento se convierte en un derecho global o en la nueva forma del control político. Las corporaciones que hoy dominan el grano y la semilla valen más que países enteros. Su poder no está en los tractores sino en los datos. En 2050, quien maneje los satélites agrícolas y los algoritmos del clima decidirá qué pueblo come y cuál migra.
El pan del mundo no puede seguir siendo un negocio. Debe volver a ser un pacto. Si el siglo del agua será guerra y el del litio energía, el siglo del alimento será justicia o barbarie. Porque el trigo no tiene bandera, pero el hambre sí tiene rostro.
La comida se ha convertido en el arma más silenciosa y efectiva del poder global. No hace falta disparar un misil para desatar caos, basta con cerrar un puerto, retener un cargamento de trigo o encarecer el precio del maíz. El hambre, administrada desde oficinas corporativas y despachos estatales, somete a pueblos enteros sin que se oiga un disparo. Lo que debería ser un derecho básico se transformó en un campo de batalla invisible donde los más pobres siempre pierden. Gaza lo demuestra con crudeza: el bloqueo de alimentos y agua se convirtió en un método de guerra que castiga a una población civil atrapada, donde el hambre no es consecuencia, sino estrategia deliberada.
Pero el futuro no está condenado. La soberanía alimentaria es posible si los pueblos deciden recuperar el control de sus tierras, de sus semillas y de sus mercados.
La agricultura sustentable, basada en el respeto a la naturaleza y en el trabajo campesino, puede alimentar al planeta sin devastarlo. La cooperación regional puede reemplazar la dependencia de importaciones con redes solidarias de producción y distribución. La innovación tecnológica, usada con ética, puede reforzar la seguridad alimentaria en lugar de concentrarla en pocas manos.
El hambre como arma solo funcionará mientras se acepte la dependencia. Cuando los pueblos decidan que la comida no es mercancía sino vida, el chantaje perderá fuerza. La historia demuestra que ningún imperio es eterno, y también que ninguna cadena es irrompible.
El futuro se definirá en la tierra, en el agua y en las semillas. Quien controle el pan controlará el futuro, pero quien defienda la tierra y la semilla controlará la vida.
Bibliografía base