Por: Damian Quilici. Fuente: Revista Sudestada

Los jóvenes que hoy votan por Milei nacieron entre el 2000 y el 2007. Son los hijos de quienes en 2001 iban a los clubes de trueque por alimentos. Los hijos de quienes hacían cola en los bancos y volvían con las manos vacías. Los que vieron a sus viejos perder todo. Los que escucharon la palabra saqueo desde que usaban pañales.
Crecieron en un país que nunca terminó de convencerlos. Aprendieron que el trabajo podía ser una rifa y que el progreso era un cuento que otros contaban. Los marcaron los medios y la realidad.

Ahora les ofrecen un salvador que grita fuerte, insulta a la política, a quienes no lo votan y promete quemarlo todo. Alguien que convierte la bronca en espectáculo. Un rockstar de mentira. Y la bronca pega porque cuando te sentís al margen es fácil confundir dinamita con esperanza.
El problema es que Milei no va a protegerlos. Viene a liberar fuerzas que pueden arrasar con lo poco que queda en pie. Les dice que el Estado es el enemigo, cuando el primer abrazo en las crisis siempre vino de ahí: la escuela, el hospital, el comedor del barrio. Les promete libertad, pero es la libertad del sálvese quien pueda.

Hay algo profundamente injusto en que la generación que más merece un futuro digno sea seducida por un proyecto que puede convertir su presente en ruinas. El odio es un pésimo arquitecto, nunca construyó nada que dure.

Los hijos del 2001 no merecen repetir la historia que los vio nacer. Si se desilusionan otra vez, el peligro no será solo político. Será social. Será humano. Porque una sociedad que pierde a su juventud la pierde para siempre.
El voto que pretende castigar a los culpables puede terminar castigando a los que menos daño hicieron. Los más jóvenes. Los que apenas están empezando.

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