Por: Agencia Pressenza
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(Imagen de Huachos.com)
La última marcha nacional realizada el 15 de octubre tuvo muchos puntos en común con las otras manifestaciones realizadas días, meses y años atrás: piden reiteradamente las mismas demandas, que guardan un trasfondo psicosocial que requiere ser escuchado y atendido por nuestras autoridades . El no hacerlo solo ocasionará nuevos episodios de enfrentamientos. Aquí algunas de las más reiteradas:
Esta es la principal demanda de los manifestantes y del 95% de la población a nivel nacional, quienes manifiestan que tanto el Ejecutivo (presidentes de turno) como el Legislativo (Congreso de la República) «no los representa» y piden que dejen el cargo para dar paso a profesionales probos, sin procesos penales o policiales, capaces de conducir las riendas del país con honestidad y decisión.
Tales fueron los casos de los presidentes interinos Valentín Paniagua Corazao (noviembre de 2000 – julio de 2001) y Francisco Sagasti Hochhausler (noviembre de 2020 – julio de 2021), ambos sin procesos penales por corrupción, y con un perfil conciliador, culminando su mandato en el tiempo estipulado y sin indicios de corrupción.
Los actuales representantes del Poder Ejecutivo y Legislativo están deslegitimados ante la población, debido a sus antecedentes y a su actuación política, que muchas veces va en contra de los intereses nacionales (leyes que afectan los derechos humanos, favorecen la criminalidad, desprotegen nuestros recursos naturales, etc.).
Y esta situación tiene larga data. En los últimos 30 años el Perú presenta siete presidentes acusados por corrupción: Alberto Fujimori, Alan García, Alejandro Toledo, Pedro Pablo Kuczynski, Ollanta Humala, Martin Vizcarra y ahora Dina Boluarte. Asimismo, el actual Congreso de la República también presenta 67 de los 130 congresistas con procesos abiertos por delitos contra la administración pública, lavado de activos, violencia sexual, entre otros.
La inmunidad presidencial (artículo 117 de la Constitución Política) y la inmunidad parlamentaria (artículo 93) es una herramienta utilizada frecuentemente para la impunidad, porque limita su enjuiciamiento por ciertos delitos o los posterga hasta finalizar su mandato. Así, las constantes investigaciones acalladas por el famoso “otorongo no come otorongo” (que protege a los investigados) calan en la memoria colectiva, generando hartazgo por una clase política sin escrúpulos.
Un muerto y más de 100 heridos en la reciente marcha nacional del 15 de octubre en los primeros cuatro días del gobierno de José Jerí; 49 fallecidos y 250 heridos en el gobierno de Dina Boluarte (cuyo proceso fue archivado por el Congreso de la República), 02 muertos y 100 heridos en el gobierno de Manuel Merino… y la cuenta sigue en los gobiernos precedentes.
En el Perú, la vida humana está amparada por el artículo 2 de la Constitución Política, y a nivel internacional por el artículo 3 de la Declaración Universal de Derechos Humanos que cita «Todo individuo tiene derecho a la vida, a la libertad y a la seguridad de su persona» e implica la función de todos los Estados de proteger la vida de sus ciudadanos mediante leyes y medidas adecuadas.
Sin embargo, la muerte de los manifestantes son acalladas por la mayoría de los medios de comunicación que criminalizan la protesta, mientras que los gobiernos de turno dan premios a los efectivos policiales que participan en las manifestaciones, pese a la nefasta muerte de civiles y cientos de heridos.
Peor aún, las muertes y atropellos a este derecho fundamental tampoco encuentran justicia, ya que solo en escasas ocasiones son investigadas y sancionadas, generando nuevamente un sentimiento colectivo de impunidad y de injusticia por la pérdida de vidas humanas.
Los gobiernos de turno han dejado crecer la criminalidad y el miedo colectivo; con las leyes pro crimen y medidas ineficaces como las declaratorias del Estado de Emergencia en Lima, Callao y otras ciudades del país.
Asimismo, la constante emisión de mensajes de odio e imágenes cargadas de violencia y sangre (principalmente en las horas punta) en los medios de comunicación, afectan la psiquis social al «normalizar» el atentado contra la vida. En consecuencia, hoy se escuchan voces pidiendo la pena de muerte, y la salida del Perú del sistema interamericano de derechos humanos. ¿La solución a la violencia es desproteger al ciudadano?
En el Perú, el derecho a la protesta está amparado por el artículo 2 numeral 12 de la Constitución Política y a nivel internacional por el artículo 15 de la Convención Americana sobre Derechos Humanos.
Sin embargo, su ejercicio se ha debilitado permanentemente con la represión, persecuciones y detenciones a los manifestantes, con el objetivo de desvirtuar sus demandas (comparándolas con la delincuencia y/o terrorismo) y debilitar el tejido social, al criminalizar el ejercicio de derechos como la libertad de expresión y asociación.
Esta mala práctica se puede explicar por el enfoque conservador de que “el pueblo no delibera ni gobierna, sino a través de sus representantes y autoridades”, es decir, mediante el sufragio o voto. Con este enfoque conservador, las manifestaciones públicas pueden ser catalogadas de sedición, restringiendo los derechos fundamentales de expresión, protesta, participación, entre otros.
Así, los convocantes a las manifestaciones (esta vez la Generación Z) se ven en la necesidad de aclarar a la opinión pública que “son estudiantes, no delincuentes” o que “son estudiantes, no terroristas”, ya que la estrategia de criminalización implica desvirtuar el carácter pacífico de la marcha con tales adjetivos.
Punto aparte es el enfrentamiento entre las fuerzas del orden y la población manifestante, peruanos contra peruanos, que en todas las manifestaciones terminan enfrentados por grupos de infiltrados, cuyo abordaje todavía no encuentra una estrategia que los identifique y neutralice, para el idóneo ejercicio del derecho a la libertad de expresión.
La gran tarea de hoy es iniciar, en el marco de respeto a los derechos humanos, un proceso de diálogo nacional, que nos permita una reconciliación entre el Estado y la población; con espacios que promuevan la denuncia social; y de parte de nuestras autoridades, una escucha activa y acción ante las reiteradas demandas sociales. Difícil en un contexto de alta corrupción, pero necesario para un cambio que ya cae de maduro. Es decir, una democracia real con una participación ciudadana más profunda y efectiva que la democracia representativa tradicional.
En un país democrático como el Perú, es posible una vida en paz y sin violencia, con respeto a la vida, al derecho a manifestarnos sin temor a la muerte ni a la estigmatización o detenciones; con el ejercicio de nuestro derecho a exigir nuevos gobiernos exentos de corrupción.
El éxito de tamaña empresa depende de las partes: de la voluntad política de nuestros gobernantes y de la participación activa de la población, quien ya se manifiesta en la calles y en redes sociales, su nueva tribuna.