Por: Edgar Sarcós. Fuente: Agencia Pressenza
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«El fascismo eterno aún nos rodea, aunque lleve traje de paisano. Puede volver en cualquier momento, aunque se disfrace de las formas más inocuas. Nuestro deber es detectarlo, quitarle la máscara y denunciar en voz alta cada una de sus gestas.»
Umberto Eco 1995
El fascismo, desde una perspectiva amplia y generalizada, surge desde un estado limitado de conciencia que se nutre de la simplificación, el miedo y la necesidad de certidumbre. No surge espontáneamente, sino que se construye a partir de la reducción del pensamiento, la falta de apertura a nuevas realidades y la reclusión en burbujas ideológicas que refuerzan una visión única del mundo. En tiempos de crisis, cuando la incertidumbre se expande y el tejido social se debilita, estas condiciones se intensifican, facilitando la polarización y la búsqueda de culpables.
Uno de los factores centrales en la gestación del pensamiento fascista es la reducción del pensamiento crítico. La exposición limitada a diferentes experiencias y la falta de experimentación con otras realidades llevan a que muchos individuos perciban el mundo desde una única perspectiva, inamovible y absoluta. Esta limitación se ve reforzada por la educación desigual y el acceso diferenciado a la salud, que crean brechas en las oportunidades de vida. Mientras que algunos tienen la posibilidad de cuestionar, explorar y contrastar ideas, otros se ven atrapados en narrativas preconstruidas, sin herramientas para analizar su entorno de manera crítica.
A este fenómeno se suma la simplificación extrema de la realidad, impulsada por la cultura de los memes y las frases absolutistas que circulan en redes sociales. En un mundo complejo, donde la información fluye en cantidades inabarcables, el pensamiento se reduce a consignas, a verdades irrefutables encapsuladas en pocas palabras. «El enemigo es X», «La solución es Y». Esta simplificación elimina matices, entierra la reflexión y refuerza la idea de que solo existen dos bandos: los buenos y los malos, los fieles y los traidores, los exitosos y los fracasados.
La polarización resultante de esta dinámica no es un accidente, sino la consecuencia de diversos sesgos cognitivos que operan en la mente humana. El sesgo de confirmación hace que las personas busquen y acepten solo la información que refuerza sus creencias preexistentes. El sesgo de atribución nos lleva a explicar nuestros errores mediante factores externos, es el medio el culpable; mientras que atribuimos los ajenos a fallas inherentes de carácter o de incapacidad, es el otro el incompetente. El sesgo de disponibilidad nos hace percibir como más reales las amenazas repetidas en los medios, aunque no sean las más relevantes o peligrosas en términos objetivos y se empieza a magnificar de modo exagerado una situación, llegando a posiciones muy violentas o podría amplificarse la sensación de impotencia y da cabida a otro sesgo: la indefensión aprendida, donde la imposibilidad de cambiar las cosas nos inmoviliza. Todo ello genera una sociedad en la que la fragmentación se convierte en norma y la identidad se construye en oposición a un «otro» enemigo.
En este contexto, la tribalización de la política y la identidad se intensifica. A medida que la globalización avanza, imponiendo una homogeneización cultural y económica, muchos buscan refugio en identidades más locales, en símbolos y valores que les brinden una sensación de pertenencia. Sin embargo, esta búsqueda de raíces se torna peligrosa cuando se usa como herramienta de exclusión: el sentido de comunidad ya no se define por la inclusión de la diversidad, sino por la creación de fronteras y la eliminación del diferente. En lugar de construir identidades flexibles y abiertas, se desarrollan identidades rígidas y reactivas.
Las redes sociales, lejos de ser un espacio de intercambio libre de ideas, refuerzan esta dinámica. Sus algoritmos están diseñados para maximizar la interacción y la permanencia de los usuarios en sus plataformas. Para lograrlo, fomentan el contenido que genera reacciones emocionales intensas, especialmente el miedo y la indignación. A través de este proceso, crean burbujas informativas donde las personas solo interactúan con quienes piensan como ellas, reforzando sus creencias y profundizando su rechazo a cualquier visión alternativa. Esta atomización de la información, en lugar de ampliar el horizonte de pensamiento, lo restringe aún más, convirtiendo el vasto acceso al conocimiento en un pantano de desinformación y radicalización.
El fascismo contemporáneo, entonces, no necesita del nacionalismo clásico para florecer. En una sociedad dividida en clases y marcada por profundas desigualdades, la lucha ya no ocurre únicamente entre naciones, sino dentro de ellas, entre grupos internos. La ira no se dirige hacia las estructuras de poder que perpetúan la injusticia, sino contra enemigos cercanos y visibles, construidos por el discurso dominante. Así, los choques ideológicos emergen incluso dentro de sectores afines: en la familia, entre amigos, en los espacios de trabajo. El pobre contra el pobre, el trabajador contra el desempleado, la clase media contra la baja. De este modo, el sistema asegura su continuidad: al canalizar el descontento hacia conflictos internos, impide que se cuestione la raíz de los problemas.
Si el fascismo surge de la fragmentación y el aislamiento, su antídoto debe ser el encuentro. La única manera de romper esta dinámica es ampliar el espectro del diálogo más allá del entorno inmediato, influyendo en la mayor cantidad de personas posible y acercándolas a la diversidad cultural mediante el contacto directo. Numerosos estudios han demostrado que la discriminación y el rechazo disminuyen cuando las personas interactúan en igualdad de condiciones con quienes consideran diferentes. La distancia alimenta el prejuicio; la cercanía lo desmorona.
La solución, entonces, no está en imponer una visión contraria de manera agresiva—lo que solo refuerza el repliegue ideológico—sino en generar espacios de intercambio genuino. La diversidad no debe presentarse como una amenaza, sino como una riqueza. Es necesario fomentar la interconexión entre distintos sectores de la sociedad, crear oportunidades para el diálogo, para el aprendizaje mutuo, para la construcción de una identidad colectiva que no se base en la exclusión, sino en la aceptación de lo múltiple.
No se trata de combatir el fascismo con más odio o polarización, sino de diluirlo a través del entendimiento. Solo cuando las personas dejen de verse como enemigas y comiencen a reconocerse en sus semejanzas, podrá romperse el ciclo del miedo y la fragmentación. No estamos en oposición a las personas que piensan diferente, sino a un sistema que se sostiene separándolas. Un sistema inhumano que habita en las instituciones, en el interior de los pueblos y también en nosotros. ¿Acaso no nos hemos visto atrapados en algún sesgo, discriminando al otro porque piensa diferente, buscando solo aquello que confirma nuestras creencias, encerrándonos en una tribu ideológica sin abrirnos al mundo? Debemos atrevernos a reconocer en nosotros a ese pequeño fascista que se expresa sutilmente. Solo así, enfrentándolo con conciencia y apertura, podremos desarmarlo.
En un mundo que insiste en separarnos, el acto más revolucionario es encontrarnos.
Por Edgar Sarcós