Por: Ángel Sanz Montes. Fuente: Agencvia Pressenza
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Cuando la protesta se convierte en sospecha: en Reino Unido, mostrar solidaridad o denunciar crímenes de guerra puede bastar para ser tratado como amenaza. (Imagen de ChatGPT Image)
Cuando protestar se confunde con terrorismo porque en el Reino Unido, una mujer de 62 años (una abuela despierta y activista) está siendo juzgada por “apoyo al terrorismo”. Su delito: hablar de Gaza, denunciar bombardeos, participar en una flotilla civil, publicar en redes.
Sarah Wilkinson no puso bombas ni alentó violencia; usó palabras. Y eso, en la democracia británica, empieza a ser suficiente para terminar ante un juez. Su caso no es un accidente: es una señal. Y no solo para el Reino Unido. Es más, se diría que algo grave está ocurriendo cuando un Estado teme más a una abuela con un teléfono y una conciencia que a cualquier célula clandestina. La solidaridad se vuelve sospecha y la compasión, delito. Lo que se procesa hoy en Londres no es solo a una activista: es una idea de libertad que creíamos segura. Y lo que ocurre en el Reino Unido está cruzando fronteras. En España recordemos aún tenemos la “Ley mordaza” en vigor y otras anteriores de los tiempos de ETA. Mañana pueden ser usadas contra lo que sea…
En el otoño de 2025, Sarah Wilkinson, una activista británica pro-Palestina de 62 años, compareció ante un tribunal londinense acusada de “apoyar a una organización terrorista”. No llevaba explosivos, no había organizado ninguna célula armada ni incitado abiertamente a la violencia. Participa en redes sociales, difunde información relacionada con Gaza, ha denunciado públicamente la devastación humanitaria y fue parte de la Global Sumud Flotilla, una misión civil que intentó llevar ayuda al enclave palestino.
Sin embargo, bajo la legislación antiterrorista británica, eso ha bastado para situarla en el centro de un proceso penal severo.
Su caso podría parecer anecdótico, pero no lo es. Wilkinson se ha convertido en símbolo —involuntario— de un fenómeno inquietante: el creciente uso de leyes antiterroristas para perseguir activismo, discurso político y expresiones de solidaridad. No es una excepción aislada, sino parte de una tendencia más amplia y alarmante en el Reino Unido, donde docenas de activistas pro-Palestina —incluidos jubilados, estudiantes y profesionales sin historial violento— han sido investigados o detenidos bajo acusaciones similares.
En esta historia, el punto no es solo lo que Sarah Wilkinson hizo. Es lo que su caso dice sobre el estado de la libertad de expresión en una democracia liberal.
¿Quién es Sarah Wilkinson?
Wilkinson es parte de una generación de activistas que se formó en movimientos pacifistas y de derechos humanos. Su actividad es clara: denunciar lo que percibe como crímenes de guerra, amplificar voces palestinas, participar en caravanas civiles y, especialmente, usar redes sociales como megáfono moral.
No hay registro de que haya alentado ataques violentos o celebrado actos terroristas. Sus defensores subrayan que su “delito” ha sido hablar, protestar, grabar, publicar. Es decir, ejercer libertades asociadas a la esfera civil, no militar.
Lo extraordinario, entonces, no es su conducta, sino la reacción del Estado.
La herramienta: leyes antiterroristas amplias y elásticas
Desde el año 2000 el Reino Unido ha ampliado progresivamente su arquitectura legal antiterrorista. En teoría, se trata de proteger a la sociedad de amenazas reales. En la práctica, estas leyes permiten perseguir no solo la violencia, sino también manifestaciones simbólicas, consignas, publicaciones, incluso presencia en determinadas protestas.
Conceptos ambiguos como “apoyo”, “simpatía”, “promoción indirecta” o “asociación” otorgan amplio margen interpretativo a las fuerzas del orden. Esto puede parecer razonable cuando se trata de individuos armados o células clandestinas. Pero Wilkinson no fue detenida en un almacén clandestino: fue llamada por sus publicaciones en redes, por su rol en una flotilla humanitaria, por su discurso.
Es el paso de la lucha contra el terrorismo a la policía del pensamiento político, un terreno peligroso donde las ideas se convierten en sospechosas y el disenso puede ser penalizado.
No es un caso aislado
El caso británico ilustra un patrón cada vez más visible en las “democracias consolidadas”. En el Reino Unido, en 2025, tras la proscripción del colectivo de acción directa Palestine Action, más de 500 personas fueron detenidas por el mero hecho de portar pancartas o corear consignas asociadas al grupo en manifestaciones. Otras fueron arrestadas por publicaciones que denunciaban el asedio en Gaza con un lenguaje considerado “simpatizante”.
No eran capos ni mafias internacionales. No había escondites, contrabando ni armas. La inmensa mayoría eran jubilados, estudiantes, trabajadores: ciudadanos corrientes con pancartas y teléfonos móviles, no gánsteres con gabardina, sombrero fedora y maletines llenos de dólares. Sin embargo, fueron tratados como si Londres hubiese descubierto de pronto a su propio Al Capone en cada esquina —esposados, arrastrados a furgones, investigados con legislación antiterrorista diseñada para mafias violentas y redes clandestinas transnacionales. Fue una escena que evoca las redadas de los años 20 del Siglo XX en EE.UU (en New York) contra el crimen organizado… solo que esta vez, los “peligrosos sospechosos” eran personas normales tirando a jubiletas que alzaban la voz contra una masacre.
El mensaje que perciben muchos observadores es inquietante: no es que el Estado defienda la seguridad; es que estrecha los márgenes del pensamiento permitido.
El efecto escalofriante
Hay un concepto clave en teoría democrática: chilling effect (el efecto disuasorio, «miedo»). Cuando el Estado convierte la solidaridad en sospecha y la disidencia en riesgo penal, el debate público se enfría. La ciudadanía, por precaución, calla. El miedo sustituye a la deliberación. Y la democracia, aunque siga en pie formalmente, se vacía de espíritu. No se trata únicamente de defender el discurso radical. También de preservar el derecho a la protesta moral, a cuestionar decisiones estatales, a solidarizarse con pueblos sometidos a sufrimiento masivo. El derecho a no mirar hacia otro lado.
De eso trata la libertad de expresión: no solo de proteger la palabra obvia y cómoda, sino el discurso incómodo, el testimonio crítico, la denuncia del poder.
El giro autoritario silencioso
En el Reino Unido —uno de los países que históricamente sirvió como referente de libertades civiles— se está produciendo un giro sutil pero decisivo:
La nueva frontera de vigilancia no es el acto violento, sino el relato incómodo. Ver esa enumeración en tres puntos nos debe poner los pelos de punta como ciudadanos. El poder ya no teme tanto a la bomba como a la cámara. No tanto a la célula armada como al hashtag viral.
La censura moderna se camufla en lenguaje jurídico y se legitima con la palabra “seguridad” y ha adaptado las leyes para que la palabra escrita como protesta ciudadana se perseguible y condenable, aunque solo enuncie denuncie o exprese frustración ante la situación.
¿Qué está en juego?
Sarah Wilkinson probablemente no buscaba ser mártir ni símbolo. Su lucha era —y es— por una causa humanitaria. Pero hoy encarna una pregunta esencial:
¿Puede una sociedad llamarse libre cuando la solidaridad con pueblos oprimidos se convierte en delito potencial? La respuesta determinará la salud moral de nuestras democracias en los próximos años.
Conclusiones finales más allá de UK
Obviamente Sarah Wilkinson no es el peligro. El peligro es la maquinaria legal que la persigue. Su caso nos recuerda algo fundamental: las democracias no se derrumban siempre de golpe; a veces se estrechan lentamente, caso por caso, hasta que el silencio se vuelve norma.
Es imposible analizar el caso de Sarah Wilkinson sin elevar el punto de vista, y verlo enmarcado en el clima social que atraviesa el Reino Unido. No hablamos únicamente de una activista acusada de manera desproporcionada: hablamos de un país que, paso a paso, parece deslizarse hacia un terreno peligroso para la disidencia, la crítica y la movilización ciudadana.
Mientras se endurecen las leyes de expresión y protesta, la realidad material de la vida en el Reino Unido se ha deteriorado visiblemente. El aumento del paro, el crecimiento de la pobreza entre personas mayores, los elevados índices de exclusión económica y el número cada vez mayor de familias desahuciadas que terminan viviendo en la calle… todo ello dibuja un paisaje de malestar profundo. Ante esa precarización social, proliferan movimientos obreros, estudiantiles, colectivos de jubilados, sindicatos y redes comunitarias que resurgen para defender lo que siempre fue su derecho más básico: organizarse, participar, alzar la voz.
Según un informe de Oxfam, en el Reino Unido los niveles de desigualdad han vuelto a los que se veían hace décadas y la austeridad presupuestaria ha recortado drásticamente los servicios esenciales, al tiempo que se reduce la presión fiscal sobre el capital. El sistema de salud pública —NHS— ha sufrido recortes que minan su capacidad de responder al aumento de la demanda y al envejecimiento poblacional. Las prestaciones sociales y de asistencia han sido una vez más objeto de tijeretazo, mientras que al mismo tiempo se alivian las cargas fiscales para quienes más tienen y para las grandes empresas.
Al mismo tiempo, el porcentaje de los ingresos procedentes del impuesto sobre la renta (IRPF) en relación con los beneficios del capital o los dividendos disminuye, y la inspección y control de la evasión fiscal por parte de multinacionales que operan en Reino Unido, pero trasladan beneficios a países con tributación más “amable” —como los Países Bajos u otras jurisdicciones europeas— sigue siendo insuficiente. Esta combinación de recortes sociales, menor presión fiscal sobre el capital y escasa rendición de cuentas para las élites económicas subraya lo que podríamos llamar un “sobre-ordeño” del contrato social: una generación trabajadora o consumidora sostiene durante décadas una sociedad que permite que unos pocos en treinta años acumulen fortunas multimillonarias sin contribuir proporcionalmente al bienestar común.
El resultado político es explosivo: mientras la representación institucional se inclina cada vez más hacia los intereses del 1 % más rico. Basta recordar el paso de Rishi Sunak por Downing Street. Su llegada fue celebrada como un hito frente al clasismo y al racismo históricos del Reino Unido, símbolo de una supuesta apertura del sistema. Pero más allá de ese valor simbólico, nada en su trayectoria —ni en su gobierno— apuntó a un proyecto de país que incluyera al conjunto de los británicos.
La llegada de Rishi Sunak al cargo fue celebrada con razón como muestra de una sociedad británica capaz de confiar, con libertad y sin caer en prejuicios raciales o religiosos, en un líder nacido en Southampton de padres indios y practicante hindú. Ese gesto democrático habla de una ciudadanía madura, más plural y menos presa de viejos reflejos identitarios.
Aunque la llegada de Rishi Sunak al poder fue celebrada como un símbolo de apertura —un primer ministro británico de origen indio, hijo de inmigrantes, practicante hindú— lo esencial no cambió. En los hechos, su gobierno reflejó la continuidad de una maquinaria política-burocrática que sirve al capital concentrado, no a las mayorías. Por ejemplo, los registros oficiales muestran donaciones de más de 100.000£ de Sunak a su antigua escuela privada, Winchester College, mientras las escuelas públicas atravesaban años de estancamiento presupuestario (Tribune Magazine: «La filantropía de Rishi Sunak es una farsa»). Su partido recibió «almuerzos» de 3.300£ con ejecutivos multimillonarios y donaciones de 5 millones de libras esterlinas de mega-donantes vinculados a contratos públicos por cientos de millones de libras. Mientras tanto, su partido cobró decenas de miles de libras de empresas con intereses en las energías fósiles, lo que pone en cuestión su compromiso real con el cambio climático o la justicia social (véase dírictamenta el artículo de theferret.scot).
En resumen: Sunak pudo haber sido el rostro de la diversidad británica, pero sus políticas y vínculos lo alinearon con el 1 a 3 % que ya lo tiene todo. La identidad cambia, el sistema permanece.
Así es que, pese a los cambios del titular en Downing Street, el rumbo no se altera: una parte significativa de la población vive en abandono material, incertidumbre y vulnerabilidad. Y eso —conviene reconocerlo sin miedo— engendra resentimiento. No porque la gente sea “mala” o “radical”, sino porque la dignidad humana reacciona cuando es arrinconada. El riesgo es conocido por cualquier estudioso de la historia social: si ese malestar no encuentra cauces pacíficos, organizados y con horizonte de futuro, puede ser capturado por corrientes oportunistas que lo manipulan, lo deforman y lo convierten en violencia y confrontación. Entonces, la respuesta del Estado no suele ser aliviar el sufrimiento social que lo originó, sino endurecer la mano represiva en nombre del “orden”. Es en ese punto donde se enciende la alerta democrática —y donde las mejores enseñanzas de la noviolencia se vuelven brújula.
Porque la salida nunca ha sido, ni será, abrir una cuenta personal en los múltiples “bancos del resentimiento”. No es entregarnos al odio, ni alimentar la fantasía primitiva de que destruir algo, o a alguien, traerá justicia. Ese camino siempre fortalece a quienes desean justificar más control, más miedo, más mano dura. La historia es contundente: el resentimiento no transforma; solo cavas trincheras.
La alternativa real y profunda —la única que ha cambiado sociedades sin destruirlas— es otra: sumarnos en procesos noviolentos, conscientes, disciplinados y creativos. Desobediencia civil inteligente. Organización comunitaria. Solidaridad práctica. Humor frente al autoritarismo (porque nada desconcierta tanto al poder como la risa limpia y valiente). Imaginación política frente a la resignación. Tejido ciudadano frente a la fragmentación inducida.
El desafío no es pequeño, pero tampoco es nuevo. O cooperamos para reconstruir un horizonte común. Uno, en el que progreso no signifique acumulación para unos pocos y precariedad para los muchos. O bien, dejamos que la frustración sea desviada hacia el callejón sin salida de la confrontación violenta y el miedo, resentimiento y cuestionamiento general. Ese en el que la gente sensible, bien encaminada, ejemplar (si se quiere), señala y llama “Sistema” como antaño se mencionaba a lo demoníaco o a Voldemort (depende de la ficción en la que vivas)…
En un archipiélago como el Reino Unido, donde depender los unos de los otros no es una opción sino una condición geográfica y civilizatoria, apostar por la acumulación infinita para unos pocos y la desesperación para millones no es solo injusto: es suicida. Las sociedades humanas no prosperan sobre la lógica del acaparamiento extremo. Ni siquiera nuestros propios cuerpos lo hacen. En biología, cuando un tejido se dedica a absorber recursos del organismo sin contribuir a su equilibrio ni a su función común, lo llamamos tumor. La diferencia entre un tejido regenerable y uno maligno no es su ambición, sino su capacidad de volver a integrar su propósito al conjunto.
Del mismo modo, no “sobra” ese 1–3 % con talento para organizar, crear, innovar o impulsar la adaptación colectiva. Las sociedades necesitan liderazgo, visión y audacia. Pero esos talentos son parte del cuerpo social, no una especie aparte ni superhombres, héroes, estrellas… Cuando son mirados bajo la lupa… Sus caminos y logros descansan sobre también sobre el oportunismo, las subvencionas estatales, o explotación. Su destino —y su bienestar— están indisolublemente unidos al del resto. Pero respecto a la dignidad frente al espejo… los caminos son bien distintos.
Cuando la distancia entre quienes lo tienen casi todo y quienes apenas tienen lo básico se vuelve abismo, no florece la libertad: florece el miedo. Y una élite que vive rodeada de guardias armados, cámaras, muros y sospecha permanente no es una élite segura; es una élite sitiada. En una nación-isla como el Reino Unido, ese modelo no solo es injusto: es inviable. No se puede vivir en paz en un país donde la riqueza se blinda tras rejas mientras la mayoría sobrevive en precariedad. Quien imagina prosperidad aislada imagina, en realidad, una prisión dorada.
¡Basta ya de esa lógica! El gesto verdaderamente revolucionario hoy no es destruir, odiar, guillotinar, fusilar ni encerrar al adversario. Esos métodos llevan más de dos mil años dejando un registro impecable y terrible en la historia. Se ha llamado “lucha de clases”, pero si ninguno de los bandos logra elevarse moral y humanamente —si ninguno ayuda al otro a salir de la trampa— entonces ambos quedan atrapados en un eterno retorno, arriba y abajo, repitiendo el mismo destino.
Para algunos, esa historia es advertencia. Para otros, es el anuncio de que debemos inventar otra forma de estar en el mundo, una que trascienda la venganza, supere el resentimiento y rompa, por fin, el ciclo de los errores ancestrales.
La verdadera transformación no nace del resentimiento, la envidia ni la pulsión de arrasar. Nace de comprender, de tender puentes y de recrear caminos capaces de sostener a todos: comunidad, justicia, dignidad, esperanza, igualdad real de oportunidades desde el nacimiento —para que cada vida florezca— y un sistema democrático verdaderamente compartido. Hoy tenemos algo que las generaciones anteriores no tuvieron: tecnología, recursos y conocimiento suficientes para acercar la democracia a lo cotidiano, a lo que duele y urge decidir. Que la participación no sea un privilegio ni una ceremonia esporádica, sino un derecho y un hábito.
Imaginemos una democracia ampliada, apoyada por herramientas digitales éticas y por inteligencia artificial diseñada para servir al bien común, impermeable a intereses privados, transparente y vigilada por la comunidad. Una democracia donde incluso quien no sabe leer pueda decidir sobre lo esencial: agua potable para su barrio, escuelas para sus hijos, tierras productivas, transporte digno. Que quien vive el problema pueda votar también su solución. Después vendrán los técnicos, los gestores, los políticos; pero el rumbo lo marcará la vida en común, no los intereses acumulados.
Porque la violencia solo promete una catarsis fugaz (una descarga, una ilusión de justicia inmediata, casi más una venganza) y sin embargo termina reforzando la misma maquinaria que dice combatir. Una revolución que destruye a las personas en nombre del pueblo acaba por quedarse sin pueblo. La tarea más difícil, y la más urgente, es construir una transformación que amplíe la libertad y la dignidad sin sacrificar a nadie en el camino.
La noviolencia, en cambio, no es pasividad; es una disciplina activa. Es organización, lucidez, persistencia y valentía, y adaptación de la lucha a lo que se va encontrando para jamás er desplazada hacia la violencia. Es la estrategia que ha demostrado —una y otra vez— que se puede cambiar la historia sin renunciar a la humanidad que queremos salvar. Construir, no devastar. Transformar sin deshumanizar. Esa es la tarea urgente y, hoy más que nunca, radical.
Pero recordemos dónde estamos: en el Reino Unido, un archipiélago que siempre ha vivido de lo que llega de fuera. Personas, ideas, comercio, saberes, culturas… también capital —ese Golem moderno, una herramienta poderosa evocable pero ciega, que puede levantar o destruir según la intención de quien lo guía.
Justamente por la potencia de esos poderes invocables, hace falta un nexo humano, no un reflejo tribal. Basta de tótems… o leyendas fundacionales, mitos, leyendas, como narrativas fuertemente manipuladas. Porque en tiempos así, la tentación histórica de los gobiernos autoritarios —y de los que se deslizan hacia esa zona gris sin admitirlo— es nítida: criminalizar la protesta antes de que florezca, castigar la crítica antes de que incomode, sembrar miedo antes de que crezca la solidaridad.
Nada legitima mejor esos movimientos que el relato disciplinante de la “seguridad nacional”, la moralina del “orden” y la supuesta defensa contra el “extremismo”. Es un libreto viejo, tan pulido por la historia que casi brilla de tanto uso.
Pero aquí está el punto: no respondamos con el mismo miedo que se nos quiere inocular.
La frustración es comprensible; la indignación, legítima. La incertidumbre ante el hambre, la pérdida o la caída —incluso cuando es solo el temor de caer— es profundamente humana. Y cuando ese temor se multiplica y encuentra eco colectivo, adquiere cuerpo, impulso, dirección.
Ahí está siempre la tentación:
convertirnos en inversores del resentimiento, en accionistas del desprecio mutuo —por origen, por estatus, por identidad— como si ese dividendo emocional fuese una victoria y no un veneno lento. Pero recorrer ese camino es traicionar aquello que decimos defender.
Los pueblos no se salvan odiando; se salvan reconociendo sus contradicciones, tanto las íntimas como las históricas. No se emancipan destruyéndose a sí mismos, sino orientándose —con lucidez, paciencia y una mínima honestidad consigo mismos— hacia una dignidad compartida.
Ya no hay nuevos Continentes donde exportar y hacer allí sufrir nuestras fallas, para obtener pluses o efectivos y para mantener en pie estructuras que no funcionan. La evasión geográfica, colonial o mental se acabó.  No hay más planeta del que hay, en lo humano y en lo extensivo.
Hoy la frontera es interna. El desafío toca al individuo. Toca al más vulnerable y también al 1% más afortunado. Porque ahí, en la toma de conciencia y en la responsabilidad personal, se rompe el determinismo de los ciclos. Así da un poco más igual en qué nivel nazcas, y más hacia donde abras los ojos. Ahí se supera el zoologismo social, aunque ahora hasta los +/- “pobres” llevemos iPhones y coches como antiguos tótems que prometían trascendencia y solo ofrecen distracción. Claro está que todo a crédito… que anima el ciclo del que hablamos.
Civilización no es la acumulación de herramientas, tecnología poderosa que nos multiplica en fuerza y alcance, … Todo eso no es más que un riesgo creciente si no va acompañado de la capacidad de preguntarnos qué hacemos con ellas, y sobre todo, qué hacemos entre nosotros.
No es tan complicado, en el fondo. Más allá de etiquetas, de banderas, de dogmas y de votos, todos queremos lo mismo: que nuestros hijos vivan mejor que nosotros. Que las generaciones que vienen encuentren un mundo donde valga la pena crecer, estudiar, trabajar, equivocarse, amar, construir, soñar.
Eso no nacerá del miedo. Eso nace del discernimiento. De preguntarnos: ¿Qué humanidad quiero que herede quien venga después de mí? Tras meditarlo y mejor con otros que en soledad, viene el momento de actuar en consecuencia —con firmeza, sí, pero también con calma, con imaginación, con decencia y en la noviolencia.
Porque defender la democracia no es gritar más fuerte que el otro. Es ser más capaces de comprender que de odiar.
El riesgo es que, bajo ese paraguas, se difumine toda diferencia entre violencia real y disenso pacífico, entre llamados al odio y llamados a detener una guerra, entre peligros para la ciudadanía y voces que la quieren defender. Lo hemos visto antes en la historia: cuando se criminaliza la palabra, pronto se criminaliza también la existencia cívica.
Y en ese cuadro sombrío emerge una amenaza especialmente preocupante: la presencia de actores provocadores, infiltrados, especialistas en reventar protestas, en introducir violencia donde había organización pacífica. No se trata de un fantasma conspirativo, sino de una estrategia documentada en diferentes países y épocas: la violencia artificial se utiliza para deslegitimar movimientos legítimos, para justificar leyes de excepción, para dividir a quienes protestan y asustar a quienes observan.
En este contexto, el caso de Sarah Wilkinson podría no ser un episodio aislado, sino una advertencia temprana. Una señal de que lo que se castiga hoy con diez cargos puede mañana servir como precedente para silenciar a cualquiera que cuestione la política exterior, la desigualdad interna o el trato al disenso democrático. No hay crimen más grave para una democracia que identificar a su ciudadanía crítica como amenaza.
Ese es el verdadero fondo del problema: no se protege al país prohibiendo voces, se destruye. No se fortalece la convivencia criminalizando la compasión, sino todo lo contrario. Una sociedad que empieza a encarcelar la empatía, termina por encarcelarse a sí misma.
Quizá el tiempo revele que el caso Wilkinson no sólo fue una gran injusticia personal aumentada por “lo epocal”, sino el momento en que el Reino Unido comenzó a mirarse al espejo y preguntarse, con seriedad y sin eufemismos: ¿seguimos siendo una democracia cuando castigar el pensamiento se convierte en política de Estado? ¿O preguntarse… de verdad éramos una democracia o un sistema feudal suficientemente actualizado, como las actrices se arreglan la nariz, etc., para estar a nivel… reactivo… Pero no esencialmente evolutivo.
Y quizá ese espejo, incómodo y necesario, lo sostenga precisamente ella: una mujer no violenta, castigada no por lo que hizo, sino por lo que se atrevió a decir.
En resumen… el Reino Unido tiene un problema que nosotros también tenemos en España: la restricción creciente de la libertad de protesta y de expresión. En el caso británico, leyes como la Public Order Act 2023 o la Police, Crime, Sentencing and Courts Act 2022 ampliaron las facultades policiales para intervenir en manifestaciones pacíficas, imponer órdenes para prohibir participación en protestas y castigar lo que se define como “seria alteración” del orden público (véanse libertyhumanrights.org y la penosa Wikipedia Public Order Act 2023
En España, no nos quedamos atrás. Tenemos la Ley Orgánica 4/2015 de Seguridad Ciudadana (popularmente llamada “ley mordaza”), que fue aprobada por etapa dura del Partido Popular y sigue en vigor a pesar de que fuerzas políticas, actualmente en el Gobierno, prometieron derogarla o revisarla. Tanto retraso da qué pensar. España: Abolir la ‘Ley Mordaza’, la herramienta del PP para «criminalizar la protesta o contestación social».
Ambos casos revelan la misma lógica: mientras las mayorías sociales esperan mejoras materiales y democráticas, los poderes públicos apuestan por la restricción preventiva antes que por la resolución estructural. Así, la protesta, que debería ser mecanismo de participación y de cambio, se convierte en un riesgo y se la tilda de terrorismo y otras formas más suaves, para controlar, acallar y encarcelar. Es obvio que, cuando controlar y silenciar se antepone a escuchar y transformar, la democracia se empobrece o ya se hace del todo como una calcamonía, un tatuaje, una aspiración, un deseo de mundo mejor.
Referencias básicas