El 25 de noviembre, declarado por la ONU como el Día Internacional de la Eliminación de la Violencia contra la Mujer, representa no solo una fecha simbólica, sino una invitación global a una reflexión profunda sobre las múltiples formas de violencia de género que atraviesan culturas, regiones y estructuras sociales.
La violencia contra la mujer es un fenómeno persistente, multiforme e intrínsecamente ligado a desigualdades históricas que moldean las relaciones de poder entre los géneros. No se trata únicamente de agresiones físicas —aunque estas continúan siendo la cara más evidente del problema—, sino también de violencias psicológicas, económicas, políticas, institucionales y simbólicas que, en conjunto, estructuran un sistema de opresión que necesita ser cuestionado en todos sus niveles. Mirar esta fecha desde la perspectiva del Partido Humanista Internacional implica analizar la realidad desde la centralidad del ser humano, la no violencia activa y el compromiso con la superación de las condiciones que generan sufrimiento.
La violencia doméstica sigue siendo una de las formas más extendidas y silenciosas de agresión contra las mujeres. En distintas regiones del mundo, desde ciudades europeas hasta comunidades rurales africanas, pasando por barrios latinoamericanos y aldeas del sur de Asia, el hogar —que debería ser un espacio de protección— se convierte con frecuencia en el lugar donde la violencia se manifiesta con mayor intensidad. Las mujeres sufren agresiones físicas, amenazas, control emocional e imposición de aislamiento por parte de parejas, familiares o cuidadores. En contextos donde la dependencia económica es pronunciada, como en partes de Oriente Medio y en regiones empobrecidas de América Central, muchas permanecen en relaciones abusivas debido a la falta de alternativas materiales, sociales o institucionales, perpetuando ciclos de violencia que resuenan durante generaciones.
En los espacios laborales, la violencia adopta formas más sutiles, aunque igualmente devastadoras. Acoso moral, acoso sexual, discriminación salarial, obstáculos para el ascenso profesional e invisibilización de competencias forman parte del día a día de millones de mujeres en grandes centros industriales asiáticos, en corporaciones norteamericanas, en dependencias públicas sudamericanas y en el vasto sector informal africano. Con frecuencia, la cultura corporativa naturaliza comportamientos abusivos, tratándolos como “bromas”, “comentarios inofensivos” o “parte del ambiente”, creando un clima de intimidación que reduce la autonomía y la autoestima de las trabajadoras. La ausencia de políticas sólidas de protección y de canales seguros de denuncia en varias regiones agrava el problema.
En las relaciones afectivas, la violencia puede adoptar contornos simbólicos y psicológicos que no dejan marcas visibles, pero destruyen lentamente la subjetividad femenina. El gaslighting, la manipulación emocional y el control gradual sobre amistades, vestimenta, finanzas y rutinas son prácticas comunes en diversas culturas, incluso en países con un alto índice de desarrollo humano. En sociedades donde todavía prevalece la idea de que la mujer debe ser sumisa al compañero, como ocurre en ciertas tradiciones del sur de Asia o en comunidades conservadoras repartidas por el mundo, la violencia simbólica se manifiesta como expresión de normas culturales y religiosas que otorgan a los hombres autoridad sobre las mujeres.
En el ámbito familiar ampliado, prácticas tradicionales profundamente arraigadas pueden reforzar desigualdades severas. Matrimonios arreglados, mutilación genital femenina, preferencias por hijos varones y restricciones de convivencia son solo algunos ejemplos de violencias que continúan vigentes en muchas regiones, especialmente en partes de África, Oriente Medio e India. Incluso en sociedades consideradas progresistas, persisten expectativas culturales que asignan a las mujeres el papel central en el cuidado doméstico y el apoyo emocional familiar, sobrecargándolas y reduciendo su autonomía. Esta imposición, aunque no siempre reconocida como violencia, estructura relaciones desiguales que limitan el desarrollo personal y profesional de las mujeres.
La violencia política también merece atención particular. En países de América Latina, como Brasil y México, las mujeres que actúan en la esfera política enfrentan campañas de difamación, ataques virtuales, amenazas de muerte e intentos de deslegitimación basados en el género. En África, las candidatas a cargos públicos son frecuentemente silenciadas por presiones comunitarias o por partidos dirigidos exclusivamente por hombres. Incluso en Europa, donde existen mecanismos institucionales de paridad, las parlamentarias denuncian agresiones verbales, faltas de respeto y boicots en los espacios de decisión. Esta violencia política impide la participación plena de las mujeres y limita la renovación democrática.
El ámbito académico y científico tampoco está exento de estos patrones. Investigadoras de distintos centros educativos, desde universidades latinoamericanas hasta institutos europeos, denuncian ambientes hostiles marcados por acosos, descrédito intelectual, exigencias desiguales de productividad y barreras invisibles para la progresión en la carrera. En el ámbito artístico, las mujeres enfrentan explotación, cosificación, presión para cumplir con estándares estéticos y exposición a entornos donde el abuso se trata con frecuencia como parte del proceso creativo. La industria cinematográfica, musical y de la moda, independientemente de la región, carga con un historial de casos emblemáticos que revelan estructuras de poder profundamente desiguales.
La cultura y las tradiciones desempeñan un papel crucial en la perpetuación de la violencia de género. Normas culturales que someten a las mujeres al control masculino, que desvalorizan su voz, que culpabilizan a las víctimas de violación o que naturalizan la desigualdad se transmiten de generación en generación. En regiones donde los códigos de honor aún determinan el comportamiento femenino, las mujeres son castigadas con violencia física o social por desafiar expectativas tradicionales. En sociedades occidentales, discursos mediáticos que cosifican el cuerpo femenino, glamurizan relaciones tóxicas o refuerzan roles rígidos de género alimentan percepciones distorsionadas sobre el valor y el lugar de las mujeres.
Un aspecto frecuentemente olvidado, pero fundamental, es la manera en que las propias mujeres pueden interiorizar la normalización de la violencia. Desde temprana edad, muchas son enseñadas —por madres, abuelas, profesoras y otras figuras femeninas— a aceptar comportamientos abusivos como “normales”, “inevitables” o “parte de la vida de una mujer”. Esta transmisión cultural, muchas veces involuntaria, refuerza estructuras de opresión. En distintas regiones del mundo, desde comunidades indígenas hasta grandes metrópolis, esta interiorización ocurre cuando las niñas aprenden a responsabilizarse por agresiones, a tolerar el irrespeto o a creer que deben “aguantar” situaciones para mantener la armonía familiar o social. El Partido Humanista Internacional reconoce que liberar a las próximas generaciones de esta herencia cultural es una tarea urgente, pues la violencia se sostiene tanto por estructuras externas como por creencias internas.
Superar la violencia contra la mujer exige transformaciones profundas que involucran dimensiones políticas, educativas, culturales e institucionales. Desde la perspectiva humanista, la prioridad debe ser la construcción de sociedades centradas en la dignidad humana, la igualdad radical y la no violencia activa. En el campo político, es esencial fortalecer leyes de protección, crear mecanismos eficaces de denuncia, garantizar seguridad a las víctimas y promover la participación femenina en los espacios de decisión. En el ámbito educativo, programas que aborden la igualdad de género, la empatía, las relaciones saludables y la deconstrucción de estereotipos son fundamentales desde la infancia. La concientización social debe involucrar a todos los sectores: medios de comunicación, movimientos sociales, escuelas, empresas, instituciones religiosas y gobiernos. El cambio cultural —quizás el más difícil— exige cuestionar tradiciones, creencias arraigadas y comportamientos cotidianos que sustentan la desigualdad.
El Partido Humanista Internacional sostiene que la transformación de la violencia de género solo se logrará plenamente cuando cada mujer, independientemente de la región en la que viva, pueda reconocerse como sujeto de derechos y protagonista de su propia vida, y cuando cada hombre pueda comprender que la no violencia es un camino activo de liberación personal y social. El 25 de noviembre no debe ser una fecha aislada, sino un hito permanente de compromiso colectivo. Eliminar la violencia contra la mujer no es solo una necesidad moral: es un paso imprescindible para construir sociedades más humanas, solidarias y verdaderamente libres.
Argentina, 25/11/2025
Equipo de Coordinación Internacional de la Federación Internacional de Partidos Humanistas