miércoles 26 de noviembre de 2025 - Edición Nº2548

Derechos Humanos | 26 nov 2025

Defender El Valor Estratégico de la Paz.

Los espejismos de la guerra

08:30 |En una época en que casi todo se traslada a lo virtual, los conflictos bélicos nos recuerdan que la política internacional se libra en lo material: en territorios, vidas humanas y recursos. Para América Latina y el Caribe, esa constatación no significa resignarse al poder de los fuertes, sino defender con convicción el valor estratégico de la paz.


Por: Federico Rojas de Galarreta. Fuente: Agencia Pressenza

(Imagen de Hueso de Oro, Creative Commons Zero, Public Domain)

En una época en que casi todo se traslada a lo virtual, los conflictos bélicos nos recuerdan que la política internacional se libra en lo material: en territorios, vidas humanas y recursos. Para América Latina y el Caribe, esa constatación no significa resignarse al poder de los fuertes, sino defender con convicción el valor estratégico de la paz. 

Durante las últimas décadas, se instaló la idea de que vivíamos en un mundo cada vez más intangible. La digitalización parecía disolver fronteras: la economía funcionaba a través de flujos financieros invisibles, la comunicación se desplazaba a las pantallas y hasta la memoria colectiva se almacenaba en nubes virtuales. El relato dominante sugería que las viejas disputas territoriales serían cosa del pasado y que, bajo la hegemonía de un orden liberal apoyado en instituciones globales, la violencia interestatal se volvería obsoleta.

Hoy, sin embargo, las guerras han regresado al centro de la escena internacional. Lo que ha ocurrido en Ucrania, en el Cáucaso o en Medio Oriente nos recuerda que la política mundial sigue teniendo un anclaje irreductiblemente material: control de territorios, de recursos estratégicos, de corredores logísticos y de poblaciones. La pregunta que emerge es inevitable: ¿por qué en este momento histórico retornan los conflictos entre Estados?

La respuesta más convincente remite a la estructura misma del sistema internacional. Durante el periodo unipolar que siguió a la Guerra Fría, la primacía estadounidense redujo los incentivos para choques directos entre grandes potencias. Las guerras existieron, pero fueron “peleas desiguales” contra adversarios menores, muchas veces no estatales. Con todo, la unipolaridad otorgaba un marco de relativa estabilidad: la supremacía de un actor hegemónico desincentivaba a otros Estados a desafiar abiertamente el statu quo.

Ese escenario comenzó a cambiar en dos momentos interrelacionados: primero, a partir de 2008, con la crisis financiera que redujo y concentró los recursos económicos; y luego, desde la década de 2010, cuando algunos Estados, como China y Rusia, adquirieron capacidades económicas o militares suficientes para reposicionarse como grandes potencias.

Como recuerda el profesor en Ciencias Políticas de la Universidad de Chicago John Mearsheimer en War and international politics (2025), “hoy vivimos en un mundo multipolar en el que la competencia entre las grandes potencias se intensifica”. A ello se suma que el poder ya no se concentra únicamente en los Estados: corporaciones multinacionales, plataformas digitales, redes financieras y hasta el crimen organizado transnacional actúan hoy como actores capaces de incidir en la estabilidad internacional. El resultado es un escenario de dispersión del poder en el que ningún actor, por sí solo, cuenta con la capacidad de imponer un orden estable. Es en ese contexto de transición, marcado por la competencia y la fragmentación, donde resurgen las guerras interestatales.

En otras palabras, los Estados atacan porque pueden: porque la estructura actual del sistema reduce los costos de agresión y aumenta las oportunidades de obtener ventajas estratégicas. La selectividad en la aplicación de las normas internacionales — condenadas en unos casos e ignoradas en otros — normaliza este comportamiento, debilitando la ilusión de un orden universal basado en reglas estables.

El auge de la globalización digital contribuyó a reforzar la creencia de que la política mundial se tornaba cada vez más etérea. El espacio físico parecía secundario frente a las promesas de un futuro dominado por algoritmos y mercados deslocalizados. Pero la realidad mostró sus límites. La disputa por semiconductores, la competencia tecnológica, el control de rutas marítimas o el acceso a recursos energéticos demuestran que lo material sigue siendo el núcleo de la seguridad y del poder. La digitalización multiplica las herramientas, pero no reemplaza la lógica territorial de la política internacional. La guerra, en este sentido, es el recordatorio más brutal de que la historia no avanza solo hacia lo intangible. Otra frase de Mearsheimer resume esta verdad incómoda: “La política internacional es un deporte de contacto, competitivo y con potencial de volverse letal”. Ningún avance tecnológico ni ninguna red digital elimina esa condición.

Para países como Chile, y en general para América Latina y el Caribe, este retorno de lo tangible plantea un dilema mayor. La región, históricamente poco inclinada a la guerra interestatal, ha apostado por la diplomacia, la cooperación y el derecho internacional como instrumentos de proyección. Esa opción no ha sido solo por principios, sino que ha respondido a la evidencia de que, sin grandes capacidades militares, los países latinoamericanos dependen de normas y reglas que garanticen previsibilidad.

El debilitamiento del orden internacional y la normalización del uso de la fuerza en otras latitudes golpea de lleno esa estrategia. La región observa con inquietud cómo se reabre paso a una lógica de poder realista, en la que la supervivencia depende más de la fuerza que de la norma. Ante ello, insistir en la vigencia del derecho internacional, en la resolución pacífica de controversias y en la cooperación regional no es ingenuidad, sino una necesidad existencial.

América Latina y el Caribe tienen aquí una doble tarea: por un lado, mantener vivas las instancias de concertación política que refuercen su voz colectiva en defensa de la paz; por otro, fortalecer sus vínculos con un multilateralismo en crisis, aportando desde su propia experiencia de convivencia pacífica. La región, que ha evitado guerras interestatales en gran parte del último siglo —la última fue en 1995, entre Perú y Ecuador—, puede presentarse como ejemplo de que la seguridad no siempre depende de la fuerza bruta, sino también de la voluntad política de privilegiar la cooperación sobre el conflicto.

La enseñanza de este momento histórico es clara: la violencia interestatal no ha desaparecido, solo había quedado en pausa bajo un orden transitorio. En medio de un nuevo ciclo de guerras y desplazamientos, como el que hoy sacude a Gaza y a toda la región de Medio Oriente, América Latina y el Caribe pueden recordar al mundo que existen otros caminos. La región ha sabido sostener, durante casi un siglo, una convivencia pacífica entre Estados y una diplomacia activa para evitar la escalada de conflictos.

Desde el papel de mediadores que han tenido países como México o Chile en crisis recientes, hasta la creación de instancias como la CELAC (Comunidad de Estados Latinoamericanos y Caribeños), una organización intergubernamental de 33 países de América Latina y el Caribe, o el Grupo de Contadora, iniciativa diplomática formada en 1983 por Colombia, México, Panamá y Venezuela para promover la paz en Centroamérica y poner fin a los conflictos armados en la región. América Latina ha demostrado que la paz también se construye con política exterior, con diálogo y con instituciones. Revalorizar ese legado es urgente en un momento en que la guerra y la deshumanización amenazan con volverse rutina.

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